La lengua del pueblo

La Presidenta habló en su discurso de apertura de las sesiones del Congreso más de tres horas. Macri, en la Ciudad, lo hizo en 23 minutos.

El periodismo canalla se burla y dice “Aló Cristina”. De Macri no dicen nada porque con él comparten una lengua: la del mercado, la de la televisión (o de un modo de la televisión, el de la mercadotecnia y el espectáculo, hegemónico en los noventa).

Cuando los presidentes que se parecen a sus pueblos (porque son del pueblo, porque gobiernan pensando en un pueblo) hablan, lo hacen con una lengua política, con una lengua pública, que tiene el espesor abigarrado y abundante de la historia y que, entre otras cosas, necesita un tiempo.

Pensar ese tiempo también nos habla taxativamente de un modo de comprender a la política: de la distancia entre la formalidad, el protocolo para dar valor a la palabra pública, a los espacios y tiempos del debate político, como terreno donde se dan las batallas por atribuir sentido a las luchas por el camino juntos.

Mientras tanto, Macri lee un discurso para cumplir con la formalidad que los ritos, para él vacíos, indican.

Los administradores de los intereses del capital, como él, hablan con una palabra armada para vender y que no necesita del argumento sino de la instantánea de la imagen y el golpe de efecto. Que no experimenta el compromiso porque su base es la inconsistencia; porque en su afán único de aparecer no ha problematizado si quiera ningún camino de la autenticidad.

En 1992 el intelectual argentino Oscar Landi escribió un libro llamado Devórame otra vez. Me acuerdo muy bien de ese libro porque causó un gran impacto en el mundo académico (o en el mundillo, dirán algunos). Allí, Landi se sumaba a un desplazamiento espistemológico que de alguna manera dejaba de indagar a los medios y focalizaba la investigación en las audiencias. Eran momentos esos en los que más allá de las modas intelectuales de las academias dominantes, el interés por los públicos o receptores tenía que ver con la incapacidad para pensar transformaciones en el orden mediático que se iba consolidando (en esa década, en todo caso, todo cambio era para reforzar lo existente, como por ejemplo, la modificación que  impulsó Menem de la Ley de Radiodifusión, que significó ampliar más aún de lo que lo había hecho la dictadura la hiperconcentración en los modos de propiedad).
En el texto que cito, ya Landi deja de hablar de públicos, o receptores, y habla simplemente de gente: qué le hace la televisión a la gente, y (esto es lo novedoso) qué le hace la gente a la televisión (¡como si en una relación de tamaña desproporción lo que él llama gente pudiera hacer algo!).

Lo que ha dejado de existir en estas preguntas de Landi es la política. La gente de Landi se ha quedado sola con la televisión, y ahí hay que ver cómo se las arreglan (es la gente de Landi, pero podríamos decir, diciendo otra cosa, es el pueblo el que ha sido derrotado por la dictadura y por el neoliberalismo, y en ese tiempo muchos como Landi asumen que la derrota será por siempre).

Sin política, el intelectual apuesta: la gente quiere que la televisión la devore. Entonces, vamos por más televisión. Y la televisión es para él “una situación de hecho, como una parte decisiva de la mirada y la percepción, hoy convertidas en el campo principal de la cultura y la política”, donde las imágenes a domicilio han alterado las coordenadas del espacio tiempo. Del espacio de la calle y la plaza, al de la habitación. Del tiempo del argumento y la crítica, que es un tiempo extenso, al tiempo de la imagen que es instantáneo, que se conjuga perfectamente con el tiempo del capital, ese que vale oro y no se puede perder.

Landi les propone a los políticos que quedan que aprendan a manejarse con las reglas de la televisión, para que incluso si no pueden hacer nada, al menos no pierdan mucho. Les propone una especie de puntos a aprender para manejarse con los que reinan. Tienen que acomodarse a la TV que todo lo devora.

El libro Devórame otra vez es paradigmático en los estudios de comunicación porque en él hablaba no solamente un autor, sino toda una época y un modo de legitimación de la idea de que ante el orden neoliberal lo único que quedaba era acomodarse. O perecer (y digo perecer y no morir, porque la dimensión trágica de la muerte no tenía lugar en esa levedad del lenguaje dominante).

El tiempo de la televisión durante la larga década neoliberal fue el del espectáculo y el videoclip, porque la política había dejado de ser una opción para las mayorías. Estaban derrotadas. Estaban fusiladas. Tanto que se llegó a habar de videopolítica: la que se hacía siguiendo los estudios de mercado y no las voces del pueblo.

Pero hoy hay profundas transformaciones y hemos aprendido que siempre hay fusilados que viven, que resisten, que esperan, y que en algún momento resurgen de las cenizas. En esta década ganada para los argentinos, el principal logro es el de la recuperación de la política. Por eso la Presidenta, como otros presidentes compañeros, habla tres horas y media, porque habla con la lengua intensa de su pueblo que se opone a la lengua de Mauricio Macri, que es la de la banalidad y el mercado.

Y habla, porque tiene una lengua cuya potencia se sostiene en todo lo hecho, en todo lo pensado, en los silencios también, en toda la profunda politicidad de una afirmación que sostiene “no vine a hacer la plancha”, no vine a administrar, vine a transformar. Y lo estamos haciendo. Una lengua que puede existir porque está amasada en la memoria de diez años que abre las infinitos caminos a lo por hacer y por pensar.

 

Fuente: Télam

¿A qué llaman pluralidad cuando hablan de falta de pluralidad?

Últimamente la pluralidad se ha transformado en una cita obligada. O lo que se llama la “falta de pluralidad”. Se acusa al gobierno de falta de pluralidad; a la televisión pública de falta de pluralidad; a 678 de falta de pluralidad. Incluso cuando la oposición insulta de modo macartista a políticos oficialistas, los medios dicen que eso es producto de la falta de pluralidad del kirchnerismo. Así lo afirman cuando no hay conferencias de prensa, o cuando, según ellos, no hay debates (en una idea absolutamente restringida del debate, para el cual sólo hay un formato: la riña de gallos con un moderador que otorgue a cada gallo una misma cantidad de minutos).

Parece ser que la pluralidad lo explicara todo, por lo que tal vez no explique ya nada, y se haya transformado para muchos en un significante vacío. O tal vez exista para los medios y la oposición (a esta altura la misma cosa) una sola manera de entender la pluralidad, la que la asimila a pura diferencia.

Entender la pluralidad como mera diferencia o como diferencia en sí misma fue uno de los modos en que el neoliberalismo le dio lugar a los conflictos: cada diferencia en su corral, bajo el hipócrita relato de que se las respetaba como tales pero escondiendo la verdad de que ninguna valía lo mismo y que lo único que podía aglutinarlas era la existencia del mercado (donde todos sabemos, existe el derecho de admisión: unos sí entran, las mayorías afuera).

Fue durante la larga década neoliberal que Babel dejó de ser un castigo para ser una fiesta (claro, de aquellos que podían sentarse al banquete, de los que sí ganaban en un contexto de impresionantes derrotas para los sectores populares). Todas las voces todas, pero escondiendo que no todas tenían la misma fuerza. Y fundamentalmente, que cada una debía mantenerse en su cuadrícula, sin entrar en relación, silenciando el conflicto para mantener el orden. Mucha identidad, nada de distribución. Mucho de aparente diversidad, nada de igualdad. Una pluralidad con sentido de Apartheid. Una pluralidad de la multiculturalidad más que de la interculturalidad, cuya expresión más consolidada puede encontrarse en las ya clásica publicidad (subrayo: marketing, para la venta de productos en el mercado) de los United Color of Benetton.

¿Cómo sería entender de otro modo la pluralidad? En principio, como posibilidad de encuentro de las diferencias con sus palpitantes historicidades. Lo que de entrada jamás sucedería sin conflicto, pero sí en el marco del reconocimiento (que es algo muy distinto a decir “cada uno tiene derecho a su verdad”… ¡y que haga con ella lo que pueda!). La pluralidad siempre está más sucia, manchada, transpirada. Siempre es olorosa, caótica, embarrada. Pero siempre está en la historia y permite la comprensión. Posibilita la comunicación como puesta en común, donde el otro cuenta. La otredad no es tolerada sino que es reconocida, incluso para ponerla en crisis.

Así, el debate deja de ser un espectáculo del cual nada se espera realmente y se transforma en un diálogo (en un logos construido desde y con el nos/otros) que está situado en las posibilidades de la historia y en las capacidades de peinarla a contrapelo.

El diálogo, por otro lado, no sucede si falta la toma de posición. Sin convicciones, más o menos porosas (la derecha apela a la idea de la neutralidad o la independencia, escondiendo sus intereses justamente para defenderlos como naturales. Por eso, cuando aparecen otras posiciones dice que eso es autoritarismo). Pero las posiciones interesadas son imprescindibles para la pluralidad y el diálogo.

Si, por ejemplo, no se hubiera dicho “La argentina entiende como criminal todo tipo de acto terrorista” sería hoy imposible el horizonte de diálogo con Irán. Si no se afirmara el respeto a la soberanía de los pueblos, no estaría nunca la búsqueda de diálogo con Gran Bretaña. Si no hubieran convicciones profundas sobre la dignidad del trabajo, jamás hubiera sido posible el encuentro con los trabajadores. Si el kirchnerismo no hubiera afirmado soberanía política, independencia económica, justicia social, verdad, memoria, no hubiera podido reconocer (se) en los movimientos de desocupados, de derechos humanos, de mujeres, de diversidades sexuales, de jóvenes, de todo tipo de oprimidos para elaborar políticas de reconocimiento y también de redistribución.

También hay tomas de posiciones que impiden el diálogo o la pluralidad: condenar ética, política y humanamente la tortura implica no encontrarse ni aceptar a los torturadores. Quiero decir con esto que el diálogo no siempre es posible ni deseable lo cual no necesariamente es negativo sino más bien lo contrario.

Los falsos promotores de la llamada “libertad de expresión” sostienen un modelo de silencio que utiliza la idea de pluralidad como la asimilación de las diferencias, para luego neutralizarlas, disiparlas y homogeneizarlas bajo las reglas del mercado.

Las discusiones que este tiempo histórico nos permiten poner en tensión las verdades solidificadas por el neoliberalismo, hacen emerger las resistencias más violentas pero, como sostiene Eduardo Galeano, “al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.

 

Fuente: Telam

El problema de los chistes de Miguel del Sel

El problema: ¿por qué los chistes de Miguel del Sel son tan preocupantes? Por dos razones: porque los chistes no son nunca sólo chistes y porque Del Sel no es sólo Del Sel.

Vamos por partes.

El chiste siempre se construye condensando y desplazando sentidos que crean uno nuevo. Por eso, que los chistes corran por varios carriles significantes es constitutivo de ellos. Nunca son solamente lo que en una mirada lineal, en la letra muerta, parece que son.

Para hacer un chiste es necesario poner elementos de distinto orden (una sopa de letras, por ejemplo) con otros (una presidenta mujer, por ejemplo también). Y, entonces, al fusionarlos de determinada manera tenemos un nuevo significado. Ese significado, a la vez, no flota en el vacío sino que se sostiene sobre y en determinadas relaciones sociales que permiten unos chistes y no otros, como también unas particulares escuchas o lecturas. Por ejemplo, es muy probable que en una sociedad racista sea posible enunciar el siguiente chiste: “Si se tiene enfrente simultáneamente a un judío y a un negro ¿a quién de los dos hay que matar primero? Respuesta: al judío, porque primero está el deber y luego el placer”. O en una sociedad machista se pueda apelar a la risa con este otro: “¿Por qué una mujer no pude ser inteligente? Respuesta: porque sería un varón”. En ambas sociedades (la racista y la machista) los chistes causarían gracia y reforzarían la idea de que los judíos, o los negros, o los no blancos dominantes son los enemigos a exterminar, como también que las mujeres son estúpidas, inferiores. Lo que a la vez, por supuesto, tiene carácter performativo.

Es verdad que en ocasiones también los chistes contribuyen a discutir o a resistir los peores valores de la sociedad (por ejemplo, con la capacidad de reírse de los dictadores). Hay entonces chistes perversos con la condición humana y chistes emancipadores. Lo que siempre sucede es que el significado construido en un chiste forma parte de toda una cultura (poniendo en cuestión su orden, o reforzándolo), y es por esta razón que el humor es algo muy importante más allá de que se lo trate de banalizar: “es sólo un cómico”, se dice. El humor siempre es profundamente político porque participa de la construcción de verdad.

Los chistes de Miguel del Sel son preocupantes porque forman parte de toda esa batería nada inocente de enunciaciones que denigran al otro.

En segundo lugar, los chistes de Miguel del Sel, como los de su compañero, el tal Mammon (cuyo espectáculo publicita TN), y tantos otros, no son sólo de ellos. Si algo no tienen es originalidad: quiero decir, su punto de origen no está en ellos sino en toda una matriz civilizatoria que desprecia desde hace siglos a las mujeres, a los negros, a los distintos. Por esa razón salen a justificarlo personajes como Mauricio Macri, banalizando el humor, deshistorizándolo (y diciendo barbaridades cómo que es “sólo un cómico”, ¡cuando es un hombre de su propio partido político! Parece que cuando dice que las chicas pobres se embarazan para recibir la Asignación Universal es un político y cuando dice que le diría Hija de Puta a la Presidenta es un cómico).
Es sintomático cómo los medios hegemónicos se preocuparon más por disculparlo o “mostrarlo disculpado”, que por lo que efectivamente fue dicho.

Sería muy tranquilizador pensar que Miguel del Sel es un monstruo, o simplemente un cómico malo. Con señalarlo (ni siquiera hablo de censurarlo) se acabaría el problema. Pero el problema de fondo es la existencia de una derecha excluyente, clasista y sexista, que habla de Unidad llena de odio y que no solamente se ríe de los chistes perversos sino que está dispuesta a hacerlos realidad.

 

Fuente: Télam