Nuestra cultura política, escasamente sofisticada, tiene entre sus rasgos mayores el desprecio por la negociación política y a la consecuencia natural de estas –los pactos o consensos políticos- como sinónimos del mal.
Los calificativos morales (traición, mentira), sociales (ilegitimidad) y estéticos (monstruosos) acompañan el concepto pacto en cualquier tiempo, lugar y naturaleza: religiosos, políticos o económicos. Suena extraña la invocación principista en políticos duchos en esquives, ambigüedades y confusiones morales, pero es frecuente en la práctica.
Nuestra cultura política que marcó el siglo XX (a diferencia del siglo XIX) hizo del repudio generalizado de los pactos, de cualquier pacto, un estandarte de acción; pero no hubo reparos en pactar el derrocamiento de gobiernos legítimos al que los partidos políticos acudieron entre 1930 y 1983. Urdieron alianzas tácticas de corto plazo para el golpe de Estado pero rechazaron pactos estratégicos para consolidar las instituciones. Continuar leyendo