Nuestra cultura política, escasamente sofisticada, tiene entre sus rasgos mayores el desprecio por la negociación política y a la consecuencia natural de estas –los pactos o consensos políticos- como sinónimos del mal.
Los calificativos morales (traición, mentira), sociales (ilegitimidad) y estéticos (monstruosos) acompañan el concepto pacto en cualquier tiempo, lugar y naturaleza: religiosos, políticos o económicos. Suena extraña la invocación principista en políticos duchos en esquives, ambigüedades y confusiones morales, pero es frecuente en la práctica.
Nuestra cultura política que marcó el siglo XX (a diferencia del siglo XIX) hizo del repudio generalizado de los pactos, de cualquier pacto, un estandarte de acción; pero no hubo reparos en pactar el derrocamiento de gobiernos legítimos al que los partidos políticos acudieron entre 1930 y 1983. Urdieron alianzas tácticas de corto plazo para el golpe de Estado pero rechazaron pactos estratégicos para consolidar las instituciones.
La política es el arte de la negociación y el acuerdo, de la defensa de intereses y puntos de vista. La democracia es el marco de esa negociación. Tanto mayor el carácter democrático de las instituciones y de las prácticas tanto más fácil y fructífera la acción de la sociedad civil.
Tenemos historias de pactos considerados inmorales o de consecuencias funestas. Entre los primeros el pacto Perón-Frondizzi que le permitió a éste alcanzar la presidencia, poner en marcha el más ambicioso proyecto de desarrollo nacional de la segunda mitad del siglo XX y devolver al peronismo a la legalidad.
Y mucho más atrás en el tiempo el pacto Roca-Runciman que salvó la producción agropecuaria argentina manteniendo el mercado británico abierto según explicó José Boglich, el más radicalizado de los dirigentes socialistas de la época y consecuente opositor del gobierno de Justo.
El pacto de Olivos combatido enconadamente por la oposición de disidentes peronistas agrupados en el Frente Grande y disidentes radicales que tuvieron en Fernando de la Rúa su figura más emblemática ( y su primer beneficiario). Y una formidable campaña mediática negativa que siguió durante la convención constituyente y después.
Los opositores más encarnizados del pacto de Olivos y de la Reforma son ahora sus defensores más vigorosos. Sin embargo el pacto de Olivos sigue siendo demonizado en el viejo estilo de la política encerrada en el faccionalismo.
También yo pensé por entonces que el pacto de Olivos (cuya gestación era pública) y la reforma de la Constitución era una pantalla para la reelección del presidente Carlos Menem. A fines de noviembre (1993) una hubo reunión del Comité Nacional para elegir al Presidente del partido con un único candidato, Raúl Alfonsín.
Había sido electo primer delegado titular de la UCR (Córdoba) al Comité Nacional y con el gobernador Angeloz viajando en Alemania no lo votamos. Todavía no termino de lamentar aquella abstención -y sospecho que Angeloz tampoco-.
En mi caso formaba parte de los astutos (sic) intelectuales que había descubierto (sic) que la Reforma serviría para la reelección de Menem. Me oponía y escribí una carta –como corresponde-para dejar constancia. Meses después me crucé con Raúl Alfonsín, convertido en Presidente del partido; me miró- sospecho ahora que con lástima- y cuando reiteré que sólo se trataba de la reelección de Menem- dijo escuetamente “por supuesto, pero Menem durará cuatro años y la Constitución cien”. Para mí fue suficiente: dejé a los astutos con su astucia y me sumé a los tontos que le creyeron.
Alfonsín era de los pocos dirigentes que querían y creían en la democracia que contribuyó decisivamente a construir. Y ahora releyendo el largo capítulo que dedica en su “Memoria Política” (2004, FCE) cuando la Constitución ha cumplido solamente veinte años y aprecio la reivindicación federal de la propiedad del subsuelo, las limitaciones al presidencialismo, la creación del Consejo de la Magistratura, la ampliación de los derechos, entre otras innovaciones importantes, advierto mejor la baja calidad de cultura política que no termina de digerir y potenciar las nuevas normas encerrada en miradas mezquinas y de corto plazo.
Alfonsín recuerda que su convicción de reformar la Constitución era parte de la refundación de un Estado Federal, Republicano y Democrático listo para convivir en el mundo del planeta del siglo XXI. Para eso había creado el Consejo para la consolidación de la Democracia desde 1987 y consensuado allí no pocos acuerdos que se convirtieron en decisiones constitucionales en 1994. No había improvisación en 1993, si no la dura comprobación de la imposibilidad de llevarla a cabo durante su gestión. La oportunidad se abrió en 1993.
El pacto de Olivos, tan demonizado, era la condición necesaria de un pacto que peronistas y radicales ofrecían al futuro. Para firmarlo “debíamos superar dogmatismos absurdos; ya había terminado en el mundo la era de las convicciones absolutas, de los mesianismos y de los historicismo fáciles”· Justo con el final anticipado de su mandato había terminado la guerra fría y una oportunidad de convivencia se abría en América Latina. (Alfonsín 2004:159) Así lo entendió el Presidente de la democracia.
La vigencia de los pactos que permitieron la unidad del Estado-Nación después de la lucha fratricida entre unitarios y federales, se estableció en la propia Constitución de 1853-60 para fundar el Estado y reza desde entonces así: “…en cumplimiento de los pactos preexistentes… ”
El pacto de Olivos es ahora un pacto preexistente. Su fórmula fue extremadamente original y práctica a la vez: un pacto para respetar los principios fundamentales de la CN histórica, un acuerdo para modificar y actualizar sus institutos y libertad para disentir e innovar.
La Constitución de 1853 fue aprobada en el marco del final de una guerra civil cuando la República se estaba inventado y la democracia era una utopía, cuando la ciudadanía era un derecho pero no una práctica. El pacto de Olivos fue avalado y legitimado por el setenta por ciento de los ciudadanos argentinos que desafiaron al poder mediático, a los conservadores autoritarios que habían adherido a los golpes de Estado durante medio siglo, a los supuestos progresistas que retroceden frente a las oportunidades de transformación.
El pacto de Olivos demostró que un acuerdo de los dos partidos más populares del siglo XX era capaz de pensar y refundar el Estado, superar en visión de futuro a las elites del puerto, y encaminarse a afrontar el mundo globalizado.
La UCR pagó el costo de aquel pacto y fue humillado electoralmente en 1995. El peronismo también: debió aceptar que la Constitución de 1949, de decisivo valor simbólico fuera borrada de la historia institucional de la propia CN.
Pero la historia posterior comienza a mostrar que, si el impacto positivo en las instituciones no es aún completo, es porque encuentra su límite en la cultura de la intransigencia. Si todavía no se utilizan sus mecanismos que permiten mejorar la convivencia y fortalecer la democracia, si el Congreso no puede sancionar aún una ley de coparticipación federal prevista en la reforma de 1994, no se debe al pacto de Olivos sino a la dificultad de negociar un acuerdo político para saltar del federalismo asimétrico, a un sistema federal que tienda a la equidad regional.
Es exactamente a la inversa: habrá una nueva ley acorde con una nueva práctica política, cuando un pacto generoso abra las puertas al desarrollo equitativo de todo el país y se cumpla el sueño de una Constitución inclusiva. Tendremos una mejor práctica institucional cuando asumamos que la democracia es siempre consenso y disenso, mayoría y minoría, conflictos y luchas, pactos y rupturas. Y hagamos del pacto de Olivos, uno de los símbolos de la democracia recuperada.