Las circunstancias de la muerte del fiscal Nisman constituyen una doble tragedia, personal y política que afecta a una familia y a una Nación, pero sobre todo al Estado argentino.
Si finalmente fue un suicidio, y así lo establece la justicia que lo investiga, u obedeció a una oscura trama de lucha facciosa en las entrañas del Estado, habremos alcanzado, en ambos casos, un nivel de crisis moral y política que expone las peores pústulas al alcance de todas las miradas.
Durkheim nos enseñó, para fundar la sociología, que aun el suicidio es un fenómeno social. El más individual, el más íntimo de los actos humanos era un fait social (escribo para no traicionar su lenguaje) que clasificaba en dos tipos: egoísta (anómico) o altruísta. Entre ambos establecían el grado de integración, el tipo de solidaridad de una sociedad. Sociedades altamente integradas presentaban suicidios altruistas (por el honor, por la Patria, por Dios) o con bajo grado de solidaridad, suicidios anómicos.
Si suicidio hubo, fue un suicidio anómico, cuya víctima es un testimonio de la descomposición social y política. Si asesinato hubo, estableció definitivamente el extremo de una sociedad transgresora, dirigida por transgresores, identificados en una cultura transgresora. Una cloaca a cielo abierto que se abate sobre el país.
Si es un crimen faccioso, alcanza el núcleo duro del Estado, el secreto y la razón de Estado. Zona gris, donde las restricciones morales retroceden ante las necesidades del poder, donde las normas legales son lábiles,los intereses poderosos, el dinero fluye sin control. En ambos casos golpean el orden estatal. El Estado implosiona, la sociedad civil se acurruca.
¿Tan grave? Tan grave. En treinta años hemos discutido como cualquier sociedad democrática los límites del Estado en relación al mercado y a la sociedad civil. Partidarios del Estado mínimo y partidarios del Estado máximo. Republicanos y demócratas. Populistas y liberales. Católicos y laicos.
Pero la subordinación del gobierno al Estado federal pareció consolidarse lentamente aunque las chicanas nutrieron la práctica del gobierno nacional, gobiernos provinciales y municipales retorciendo las leyes como rábulas consuetudinarios: la ley de lemas, la reelección indefinida entre otras trampas que aún limitan y lastiman la voluntad popular. Los atajos, las excepciones propias de una cultura política cerril y a veces violenta. Ahora retrocedemos.
¿Tan grave? Tan grave como cuando durante la presidencia de Menem el Estado traficó armas, y cometió un crimen para ocultar su responsabilidad, defraudó la confianza de países hermanos. El gobierno subordinó el Estado a intereses bastardos. Herida abierta en la dignidad del Estado argentino, crímenes aún impunes.
¿Tan grave? Tan grave, como la crisis de 2001 que abrió un período de emergencia que aún perdura, otorgando poderes excepcionales al gobierno para resolverla. Pero lentamente y año tras año el gobierno Fernández de Kirchner fue avanzando sobre el Estado sin resolver la crisis desatada entonces, pero ampliando su espacio de poder.
Pocos repararon- en su momento- en el juramento nacional y popular del actual Jefe del Ejército. Por primera vez en democracia un jefe militar cambiaba la fórmula de juramento al Estado por el juramento a un gobierno.
No estamos ante una política de gobierno estatista (que también la hubo) sino ante la disolución del Estado, porque ha sido afectada la razón de Estado, su razón de ser. Es el Estado comprometido en una madeja de mentiras, obscenidades y corrupción que involucra a jueces, fiscales, políticos, periodistas, a las elites en su sentido más amplio.
¿Tan grave? Tan grave cuando ciudadanos argentinos ofrecen sus servicios a un gobierno extranjero, entregan información confidencial o clasificada a cambio de dinero o por razones ideológicas (o ambas), a un Estado reaccionario ubicado en las antípodas de la democracia laica argentina.
Reconstruir el Estado, limpiar la basura esparcida, recuperar la decencia no se logrará conspirando en la sombras sino en la confrontación transparente, política y electoral de frente al pasado y al futuro. Y votando.
Vivimos un punto de inflexión en la democracia argentina, el momento oscuro de su mayor fracaso en treinta años. Es también una oportunidad de repensar la cultura política transgresora que nos persigue como una sombra alegre y maldita a la vez.