Las acciones de los funcionarios públicos importan. No solamente como un dato de color sobre sus últimas vacaciones, dónde viven, sus amistades, sino porque son el motor del Estado y quienes administran los recursos de todos. Sus conductas, intereses y las influencias personales que pueden recibir y ejercer desde su trabajo determinan también la calidad institucional.
En estos tiempos y con mayor frecuencia, la realidad nos abre los ojos sobre el impacto de la corrupción en la vida cotidiana: el déficit energético y la crisis del sistema de transporte por la falta de control son algunos ejemplos. Pero, también ver parte del entramado de negocios con dinero que debería destinarse a servicios públicos para mejorar la calidad de vida de la gente, hacen que siga subiendo la temperatura social y bajando la confianza en el país.
Esta realidad, lamentablemente, nos recuerda al final de la época menemista y el kirchnerismo logró reeditar ese escenario, pero con un ingrediente adicional: se habían podido crear mecanismos de control para prevenir, investigar y sancionar hechos de corrupción, que este gobierno se encargó de desmantelar. Lentamente el kirchnerismo fue tomando los distintos organismos de control, modificando las normas y aprovechando los baches preexistentes para armar una suerte de red de salvataje personal. Lograron no ser iguales ante la ley y tener privilegios especiales para no responder por sus acciones.
De esta forma, los funcionarios tienen influencia directa o indirecta sobre los organismos que deben controlarlos, como la Fiscalía de Investigaciones Administrativas vacante hace cinco años; el Consejo de la Magistratura ocupado en disciplinar a los jueces y la Procuración General que hace lo propio con los fiscales “díscolos”, como Campagnoli y su equipo, por citar algunos casos.
Este esquema se repite a nivel normativo, pues sigue sin sancionarse una Ley de Acceso a la Información Pública y la Ley de Ética Pública se convirtió en un compendio de buenas intenciones, al modificarse los requisitos de las declaraciones juradas y quitarse a la autoridad encargada de recibir denuncias, prevenir y controlar conductas antiéticas, nunca conformada por problemas políticos, pero que podría haberse mejorado y no amputado. Entonces, tenemos sospechas, podemos hacer denuncias, pero no hay ente que investigue y sancione. No hay canales institucionales que den garantía de control real.
Esto sucede a contramano de lo que ocurre a nivel internacional pues mientras que la Argentina sigue en los peores puestos del Índice de Percepción de la Corrupción ocupando el peldaño 106 de un total de 177 países, Uruguay se queda con el lugar 19. Pero también el Gobierno Nacional queda mal parado en la comparación respecto del nivel subnacional, que tiene un catálogo de provincias con leyes de acceso a la información pública y de ética pública, como por ejemplo, la Ley N°4895, promulgada recientemente por el Jefe de Gobierno en la Ciudad de Buenos Aires.
Este escenario es el indicio de que la etapa kirchnerista está llegando a su fin y que se abre la oportunidad de buscar alternativas nuevas, alejadas de las tradicionales que siguen haciendo mella en la confianza y en los recursos de los argentinos, tirando por la borda nuestra potencialidad. Es hora de animarnos a apostar por un nuevo modelo de país.