Por: Francisco Quintana
Este fin de año la temperatura social en la Argentina alcanzó picos extremos, no por el cambio climático, sino producto del corrimiento del velo que deja ver que la “década ganada” es beneficio exclusivo para las primeras figuras del kirchnerismo y una “década desvastada” para el país. Por el dolor de ver que el bienestar del que disfrutan unos pocos está apoyado sobre el creciente sufrimiento de la gente.
Diciembre 2013 fue atípico, pero sintomático. Desde 2001 que no ocurría con tanta intensidad que frente a cada conflicto la respuesta fuera salir a la calle como consecuencia de la falta de credibilidad institucional, de explicaciones y soluciones reales.
En los primeros días el protagonismo fue de las protestas de efectivos policiales en 21 distritos del país -quedaron al margen Ciudad de Buenos Aires, Santa Cruz y Santiago del Estero- que trajeron como consecuencia saqueos, cacerolazos, represión policial y más de una decena de muertos. El segundo turno se los llevaron los largos y extendidos cortes de luz que produjeron problemas de suministro de agua y al menos 13 muertos. La respuesta social se hizo escuchar con más de 250 cortes de calle sólo en Capital Federal.
El saldo de diciembre es atroz, por la cantidad de muertes evitables y porque refleja aquello que pensamos que no volveríamos a ver: que en la Argentina los tradicionales partidos políticos usan el poder en beneficio propio y con el tiempo los discursos brillosos se caen y dejan ver un Estado corroído por el óxido de la corrupción.
Los servicios públicos están desvastados, porque nunca fueron realmente controlados, la inflación aprieta los bolsillos, la inseguridad nos toca la puerta y los cepos nos acorralan; la gente vive de nuevo peor y con el sentimiento de estafa. Y, como ocurre con los estafadores, después de hablar durante 10 años, hoy los funcionarios nacionales se esconden tras un limbo de silencio; la verdad es muy vergonzosa y tal vez ilegal para decirla y las mentiras son detectadas e inflaman el humor social. Pero se reclaman respuestas, desde las clases medias urbanas y también desde los sectores más postergados que no tienen acceso a los micrófonos. Otra vez llegamos a la crisis política.
Sin embargo, la respuesta no está ya en Ezeiza, ni en que se vayan todos, sino en construir alternativas a la forma heredada de gestionar la política para mejorar el presente y futuro de nuestros hijos. Las crisis abren oportunidades y ésta, en particular, permite aprender que la democracia sola no mejora la calidad de vida si no está acompañada de profesionales preparados para administrar lo que es de todos. Entender que este es un fin de ciclo y que podemos construir una alternativa para ocuparnos del presente y del futuro, con planes modernos y equipos capacitados de cara a la gente y para la gente.