Es cierto que en el año 370 de nuestra era los bárbaros penetraron el Imperio romano a través del Danubio, empujados por las hordas de Atila. Mucho antes de esa fecha, el Imperio —que levantó poderosas empalizadas para protegerse de la hostilidad de sus vecinos— estuvo invadido en diversos puntos. De hecho, siempre se sintió acosado por los que envidiaban su prosperidad y su orden, la justicia y la legalidad de sus contratos, todo lo cual se fundaba en normas existentes con anterioridad a los actos que se consumaban.
Incluso se llegó a acuñar una expresión al término del Imperio que, como todas las que son falsas, contiene una parte de verdad. Se decía que el bárbaro ingresaba al territorio imperial y el romano encargado de su defensa le ofrecía la tierra, la civilización y hasta su propia hija con tal de salvar su vida; el bárbaro quemaba sus tierras, poseía por la fuerza a la hija y a la mujer del romano y finalmente acababa con su existencia. Ese dato es absolutamente inexacto. La realidad es que el bárbaro ingresaba (incluso a veces llamado por el mismo ciudadano) y como el romano tenía conciencia de la necesidad de mezclar su sangre, le ofrecía su hija en matrimonio (el que era regido por las leyes de Roma). El bárbaro, acostumbrado a esas mujeres “coloradas” que se protegían del frío con grasa de foca, quedaba deslumbrado por esas jovencitas que se bañaban, perfumaban y peinaban; también por el régimen imperante en Roma, cuyos jueces aplicaban un derecho que era muy distinto al uso de la fuerza del brazo para defenderlo. Si el bárbaro no entendía el valor del mensaje o se “hacía el loco”, el romano mandaba avisar al comandante de la legión más próxima que marchaba de inmediato para “darle una pateadura” (como diría Arturo Pérez-Reverte), matar a los más osados, someter a los soldados y esclavizar a los demás, que eran desperdigados por los mercados del Imperio. Continuar leyendo