Es cierto que en el año 370 de nuestra era los bárbaros penetraron el Imperio romano a través del Danubio, empujados por las hordas de Atila. Mucho antes de esa fecha, el Imperio —que levantó poderosas empalizadas para protegerse de la hostilidad de sus vecinos— estuvo invadido en diversos puntos. De hecho, siempre se sintió acosado por los que envidiaban su prosperidad y su orden, la justicia y la legalidad de sus contratos, todo lo cual se fundaba en normas existentes con anterioridad a los actos que se consumaban.
Incluso se llegó a acuñar una expresión al término del Imperio que, como todas las que son falsas, contiene una parte de verdad. Se decía que el bárbaro ingresaba al territorio imperial y el romano encargado de su defensa le ofrecía la tierra, la civilización y hasta su propia hija con tal de salvar su vida; el bárbaro quemaba sus tierras, poseía por la fuerza a la hija y a la mujer del romano y finalmente acababa con su existencia. Ese dato es absolutamente inexacto. La realidad es que el bárbaro ingresaba (incluso a veces llamado por el mismo ciudadano) y como el romano tenía conciencia de la necesidad de mezclar su sangre, le ofrecía su hija en matrimonio (el que era regido por las leyes de Roma). El bárbaro, acostumbrado a esas mujeres “coloradas” que se protegían del frío con grasa de foca, quedaba deslumbrado por esas jovencitas que se bañaban, perfumaban y peinaban; también por el régimen imperante en Roma, cuyos jueces aplicaban un derecho que era muy distinto al uso de la fuerza del brazo para defenderlo. Si el bárbaro no entendía el valor del mensaje o se “hacía el loco”, el romano mandaba avisar al comandante de la legión más próxima que marchaba de inmediato para “darle una pateadura” (como diría Arturo Pérez-Reverte), matar a los más osados, someter a los soldados y esclavizar a los demás, que eran desperdigados por los mercados del Imperio.
Ese imperio, del que es heredera Europa occidental, se parece algo a esta Europa a la que intentan llegar los emigrantes del Medio Oriente. Varía, sin embargo, en que actualmente se encuentra regida por una Constitución que, si bien olvidó a Jesús y los siglos de influencia judeocristiana, reivindicó a Tucídides y reconoció en la filosofía griega la estructura ética que diera fundamento a su existencia.
Esta Europa difiere del Imperio de Roma, por otra parte, en el hecho de que conoció a Karl Marx y su filosofía, que diera origen a Vladimir Lenin y sus quejas sobre “las clases dominantes que ejercen los dominios [sic] de la vida”. Mientras conservadores, liberales y socialistas disputaban el voto de los pueblos de Europa, Lenin, con su plan que auspiciaba la revolución en lugar de la reforma, se proponía contrarrestar el poder del capitalismo introduciendo en el movimiento obrero un partido que permitiera dotarlo de un importante proyecto político. El plan de Lenin propiciaba la destrucción de la revolución industrial que, en forma democrática y pacífica, había elaborado Europa durante los siglos XVII, XVIII y XIX.
Ese designio leninista fue alterado por la brutalidad estalinista. El totalitarismo de Joseph Stalin no fue mejor que el de Adolf Hitler y de su paso quedó el recuerdo (además del dolor de las víctimas) de que sólo sirvió para impulsar la destrucción del muro de Berlín y la caída progresiva de los regímenes comunistas de Europa. Esta, como es lógico, no tolera más un extremismo autoritario. Un comunismo remozado encomendó a sus intelectuales la tarea de destruir la democracia por medio del sentimiento justificado de condena a las finanzas, verdadera enemiga de la democracia, que debe probar la capacidad que posee de reinventarse a sí misma para responder a los desafíos de la mundialización.
Esta es la Europa que hoy enfrenta la irrupción migratoria. La separan tantos siglos del Imperio romano como distancia es la que existe entre este momento y aquel. Durante ese tiempo ocurrieron la Revolución de Francia y el absolutismo monárquico; la Restauración y las dictaduras; los totalitarismos y la reivindicación de la democracia liberal; las guerras y la comunidad organizada. Europa asistió al asalto de su moneda y a su regreso triunfal por medio de la unificación de su signo. Europa no habrá de ser vencida por una oleada de inmigrantes que procura el amparo de su seguridad y bienestar para escapar a los horrores que quiere dejar a sus espaldas.
En pocas palabras: en Europa no será preciso que preparen a sus hijos para que acepten y participen del mestizaje con “los invasores”, porque este difícilmente se produzca.