El kirchnerismo y los pueblos de Potemkin

Al evaluar las múltiples crisis que enfrenta la Argentina, se observa que el régimen de la presidente Cristina Fernández se jacta a diario en sus innumerables cadenas televisivas sobre sus “políticas de inclusión social y lucha contra la pobreza”.

Todo ello, presumiblemente, en contraste con la vieja modalidad que, según el kirchnerismo, hizo necesario reescribir un discurso para relegar todo lo anterior al basurero de la historia.
En cierto sentido, la Presidente ha tenido éxito en la comercialización de esa nueva modalidad de hacer política basada en la creencia de que la percepción es más importante que la realidad. En otras palabras, lo que importa es cómo se ven las cosas en este momento, y particularmente antes de octubre, y no lo que las cosas son realmente o pudieran ser en el largo plazo.

Como concepto, esa visión de la política del kirchnerismo no es nueva, fue descrita claramente por el escritor marxista francés Guy Debord en un muy buen libro del año 1967 titulado La sociedad del espectáculo. En una sociedad como la que describe Debord, nada es bueno ni malo. Las cosas no se ven bien ni mal. Lo que importa es la superficie, la fachada y la decoración.

Un supuesto clave del que parte Debord es que el espectador, es decir, la sociedad civil, tiene una capacidad de atención limitada y es incapaz de retener demasiadas imágenes durante mucho tiempo, por tanto hay que hacerla feliz en el momento y mañana: ¡que la suerte los ayude! Continuar leyendo

El populismo, en rumbo de colisión

Si algún sentido tiene el derecho a resistir las tiranías, con toda seguridad puede sostenerse que este derecho le asiste a los ciudadanos cuyas dirigencias a través de la historia van agotando los medios pacíficos para evitar la muerte de personas inocentes. Esto es claro en Venezuela, donde el populismo chavista fue sincero con sus postulados al mostrarse dispuesto a reprimir a sangre y fuego las demandas democrática de estudiantes y trabajadores. La tragedia venezolana muestra palmariamente como se niega y arrebata al pueblo elementos democráticos esenciales como la libertad y el derecho a intervenir en asuntos sociales fundamentales cuando un sistema político es manejado por un gobierno pretendidamente revolucionario. Este antecedente es una constante a través de la historia donde la izquierda nunca pudo contener una crisis generada por propias políticas sin recurrir a la represión armada y, por lo general, acabo tiñéndolo todo de sangre tanto igual que las dictaduras de derechas.

Con todo, en algún momento, Maduro deberá rendir cuentas ante la Corte Penal Internacional, pero podría habérselas ingeniado para no terminar ante el mundo como lo que es, un fascista al timón de un régimen fraudulento y asesino de personas desarmadas que pretenden ejercer el natural derecho a peticionar y movilizarse desde el disenso. Aunque esto no fue así y el chavismo eligió la vía de la represión armada, con lo que puede decirse que ha comprado un ticket sin retorno a la violencia y la agitación social.

Lo concreto es que tanto la derecha totalitaria como la izquierda mesiánica latinoamericana han pasado doscientos años aserrando prolijamente la rama del árbol donde sus pueblos se sentaban. Al final, era esperable que tanto esfuerzo de ambas ideologías fuera recompensado. Hoy, con contadas excepciones, la mayoría de países latinoamericanos se encuentran en el suelo y lamentablemente no cayeron sobre un lecho de rosas, sino sobre un pozo de cadenas y alambres de púas.

En las ciencias duras, si se conoce el punto de ebullición del agua y se dispone de instrumentos de medición, se puede predecir con exactitud cuándo va a producirse el cambio. En política esto es algo más difícil: se desconocen los puntos de ebullición y resulta imposible conseguir termómetros confiables. Aunque el principio básico puede presentar similitudes cuando los gobiernos avanzan sobre las instituciones republicanas sumando poder arbitrariamente, quebrantando la división de poderes y recortando la libertad del individuo durante un tiempo suficiente en el que tanto abuso, en determinado momento inexorablemente resulta en un cambio cualitativo en cualquier sociedad. Así, el populismo de izquierda actual está condenado al fracaso lo mismo que las dictaduras de derechas del pasado. Pero hasta que ello ocurra cunde el engaño y se finge vivir en democracia, haciendo que las sociedades no puedan seguir siendo democráticas para acabar en un pozo colmado de alambres de púas y cadenas.

Las falsas deidades como “la igualdad” y “la justica social”, ante las cuales varias generaciones de políticos y responsables de medios de prensa se consideraron en la obligación de postrarse, hoy pierden vertiginosamente credibilidad ante la prosperidad económica de dirigentes fraudulentos. Lo mismo ante la corrupción y las falsas consignas de gobiernos como los Venezuela, Ecuador, Argentina y Bolivia, por no mencionar a Nicaragua o Cuba.
La compresión de movimientos sociales es nula en la mayoría de los gobiernos sudamericanos, incluido el argentino que siempre ha apoyado el lado equivocado desde su vanidad e intolerancia, características sobresalientes del impúdico pseudo-progresismo que no acepta el pensamiento crítico.

El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner demostró no haber aprendido nada en el ámbito de la política internacional cuando se mostro laxo e ingenuo en la firma de un acuerdo violatorio de su propia soberanía judicial con el régimen iraní por la causa AMIA, y creyendo que jugaba en grandes ligas de la diplomacia mundial no se sonrojó en negociar la vida de 85 ciudadanos argentinos asesinados en el peor ataque terrorista padecido en su suelo. Aunque hay que reconocerle que gobierna sin un canciller a la cabeza del Ministerio de Relaciones Exteriores, lo cual no es nada sencillo en este mundo globalizado. Y esto ha quedado claro horas atrás cuando Argentina prestó tácitamente su apoyo a Putin en el escandaloso escenario de Crimea; a Bachar Al-Assad en sus crímenes de lesa humanidad contra el pueblo sirio, y ahora, al régimen fascista venezolano.
Todo lo que el kirchnerismo ha demostrado, en nombre de un código de valores muy cuestionable, ha sido desechar los parámetros que hacen a una sociedad libre desde la eterna contradicción de su ideología, si es que alguna vez ha tenido una. Sus posiciones actuales derivaron en una corriente incomprensible de apoyo a regímenes criminales en detrimento de los pueblos que padecen y sufren a los tiranos. Con ello, dio por tierra para siempre con cualquier posición que haya esgrimido en el pasado en materia de derechos humanos.

Este engañoso horizonte al que América Latina puso proa a toda máquina dirigida por una tripulación de marginales que después de haber malgastado el combustible, comenzó a alimentar las calderas con la madera del propio buque y de sus botes salvavidas, parece no tener retorno. Al tiempo, se dice que todos los problemas creados por el populismo igualitario serán solucionados aumentando el número de esos mismos problemas. Pero lo que se ve es que estos gobiernos han logrado que las industrias y empresas estatales crezcan en su ineficiencia y que la inversión privada sea asfixiada por el constante aumento de impuestos que se destinan a ineficaces subsidios -por no hablar del fraude de los precios controlados y los índices inflacionarios donde el gobierno conspira en forma directa contra la propia salud democrática de su sociedad civil.

En suma, la búsqueda de un consenso espurio es alarmante en América Latina. Lo notable y a la vez característico de sus regímenes es que los gobiernos de estas fingidas sociedades democráticas se abocan a imponer una escala de valores propia obligando a una sociedad civil que cavila mansamente a aceptarlos en detrimento de sus propios e históricos valores. Estos trastornos conceptuales han impactado negativamente en Argentina, donde se aprecia gran confusión y la gente tiende a referirse vagamente a la democracia como si fuera algo más que un método para decidir quién ejercerá la autoridad. Así, se ha llegado a decir que la democracia es un fin en sí misma, que representa todo un sistema de vida e incluso un tipo especial de civilización, cuando en realidad no es ninguna de estas cosas con las que todavía el kirchnerismo engaña a la masa de incautos. La democracia no es más que un mecanismo que se encuentra sujeto a un gran número de modificaciones en situaciones diversas y un método para elegir y descartar gobiernos que, como se observa en Argentina, sería el peor sistema del mundo si no fuera porque existen todos los demás.

Venezuela y la maldición del petróleo

Con la atención centrada en los dramáticos acontecimientos de Ucrania, otro levantamiento contra el totalitarismo mucho más cercano a la Argentina no ha sido tratado mediáticamente como se merece. Sin embargo, la lucha por la libertad Latinoamericana no es menos importante; está en juego el futuro de Venezuela y ello puede tener un gran impacto en materia de reestructuración política regional e internacional. Un cambio democrático en Venezuela podría revertir la tendencia izquierdista autocrática que se inició en América Latina hace décadas e inspiro nuevos rumbos en Argentina, Ecuador, Nicaragua y Bolivia e incluso puede reorientar la dirección política de Brasil y Uruguay en función de la impronta de izquierda en estos últimos dos países.

A primera vista, Venezuela dispone de la quinta mayor reserva de petróleo del planeta, por lo que debería ser uno de los países más prósperos del mundo. Su importancia como productor es tal que el mercado energético de América del Norte no puede prescindir de abastecerse del petróleo venezolano. Su población, de unos 25 millones de habitantes no es lo suficientemente grande como para plantear problemas o exigir soluciones a la arraigada y masiva pobreza, pero tampoco es tan pequeña como para impedir el surgimiento de un fuerte mercado interno. Sin embargo, Venezuela es un ejemplo de fracaso en gestión política y una brutal frustración para su ciudadanía.

La era chavista desperdició rotundamente más de una década al arrojar el país a la nada. Los sangrientos acontecimientos de Caracas y las ciudades del interior muestran incluso que socialmente hay combustible hasta para una guerra civil.

La Venezuela actual remite a la paradoja de los pueblos árabes: gobernantes ricos y ciudadanos pobres. Los venezolanos son una víctima más de la famosa “maldición del petróleo” igual que en Oriente Medio. Recordando a gobernantes árabes en sus frases insensibles vino a mi mente el fallecido Rey Fahd. El monarca saudí solía decir que “el país petrolero ideal es aquel que tiene grandes reservas de petróleo y población pequeña”. En la década del ’70, Venezuela encajaba exactamente en esa definición. Sin embargo, lo que Fahd presumiblemente no tuvo en cuenta fue el efecto nefasto del enorme ingreso petrolero controlado por una élite estrecha de ideas y adicta a la corrupción de la izquierda internacional. Así, cuanto más petróleo extrae y vende Venezuela: sus gobernantes se vuelven más ricos y sus pobres más pobres en términos absolutos.

Al igual que los autócratas árabes, la elite chavista nunca tuvo interés en tomar riesgos de inversión para el desarrollo industrial, agrícola o ganadero a efectos de modernizar y ampliar esas industrias. El régimen no necesita del pueblo como fuerza de trabajo puesto que la producción de petróleo no requiere más que de un pequeño número de empleados, en su mayoría extranjeros. Tampoco necesita a la gente para votar por ellos porque se constituyo -de facto- en partido único y llegado el caso no duda en realizar fraude electoral. Peor aún, la élite chavista tampoco necesita de las personas como contribuyentes para financiar el estado. Los ingresos petrolíferos pagan holgadamente los gastos de sus fuerzas armadas y de seguridad al igual que su ejército de burócratas. Por último, ni siquiera necesitan de la gente para la defensa del país. Si ello fuera necesario esa tarea la llevarían a cabo las fuerzas militares de sus aliados interesados en el libre flujo de su petróleo.

Cuando el coronel Hugo Chávez Frías llegó al poder con una marea de votos que le otorgó legitimidad popular, en el año 1999, algunos idealistas latinoamericanos y europeos esperaban que Venezuela emergiese como superpotencia latinoamericana. Pero ese sueño quedó prontamente sepultado cuando Chávez se dio a conocer como hijo putativo de los hermanos Castro. Quince años más tarde, con Nicolás Maduro como sucesor de Chávez y presidente, el país se parece más a la escena de un accidente aéreo que a un estado petrolífero moderno. La inflación es casi de un 70 %, la tasa de desempleo de un 24 % y  la economía nacional, si alguna vez hubo tal cosa, va a la deriva y sin horizonte alguno. Más de la mitad de Venezuela sufre la escasez de alimentos básicos y los cortes de energía como el racionamiento se han convertido en ‘la normalidad’ en algunas provincias del interior del país.

Durante los últimos 15 años más de 2,4 millones de venezolanos emigraron (casi el 10 % de su población activa), entre ellos cientos de miles de profesionales. En contraste, Venezuela ha importado decenas de miles de personas procedentes de Cuba; terroristas fugitivos de las FARC colombianas y de la ETA vasca. Hoy, el régimen se apoya en una red de seguridad establecida por la inteligencia cubana y acredita 800 hombres en una desconocida misión diplomática persa que tiene más de militar de parte de Irán y Hezbollah reclutando personas de las comunidades de Oriente Medio y de la propia América Latina que a una verdadera función de una embajada acreditada normal y legalmente.

A pesar de su enorme riqueza petrolera, Venezuela es un país sin crecimiento, desarrollo, ni futuro, ello por exclusiva responsabilidad del régimen gobernante que ha sabido conseguir. En términos más amplios, incluso se ubica detrás de las naciones islámicas más pobres del planeta, como Pakistán. Sin embargo, existen áreas en las que Venezuela es líder mundial. El año pasado se registraron más de 25.000 asesinatos, por lo que es primero en el ranking de homicidios por delante de Honduras y Sudáfrica. Y con 113 ministros del gabinete, Venezuela arrebató a China la primera posición en lo que refiere a una pesada y corrupta plantilla de burócratas gubernamentales.

Nadie puede saber cómo finalizará la actual crisis. La vasta red de seguridad y las milicias populares creadas por el chavismo al militarizar su sociedad civil y politizar sus fuerzas armadas podrían ser desplegadas en su total capacidad para aplastar la revuelta popular de civiles desarmados. Con todo, una cosa es cierta, a pesar que Maduro todavía finge ignorarlo: la revolución chavista bolivariana es un enfermo terminal cuya agonía puede ser más o menos larga, pero su muerte es segura.

La mayoría de los venezolanos, incluyendo aquellos que inicialmente apoyaron a Chávez, hoy quieren seguir adelante sin el Socialismo del siglo XXI. Hay indicios que las fuerzas armadas podrían no estar dispuestas a matar más gente para mantener a Maduro en el poder. Al mismo tiempo, un movimiento militar al estilo egipcio se estaría gestando dentro de un reducido grupo del generalato. Aun así, la mejor solución sería que parte de la clase gobernante rompa con el régimen y promueva junto a la oposición una opción de poder político nuevo.

Como sea, salir de la ciénaga del chavismo será sólo el primer paso. El verdadero reto para Venezuela será encontrar la forma de deshacerse de la maldición del petróleo y encarar su destino de rico país productor en forma racional y responsable, y por sobre todo, sin olvidar los derechos y la libertad de sus ciudadanos para no repetir historias de los años ’70 que dieron la posibilidad de que personajes como los actuales estén destruyéndola como país.