El kirchnerismo y los pueblos de Potemkin

George Chaya

Al evaluar las múltiples crisis que enfrenta la Argentina, se observa que el régimen de la presidente Cristina Fernández se jacta a diario en sus innumerables cadenas televisivas sobre sus “políticas de inclusión social y lucha contra la pobreza”.

Todo ello, presumiblemente, en contraste con la vieja modalidad que, según el kirchnerismo, hizo necesario reescribir un discurso para relegar todo lo anterior al basurero de la historia.
En cierto sentido, la Presidente ha tenido éxito en la comercialización de esa nueva modalidad de hacer política basada en la creencia de que la percepción es más importante que la realidad. En otras palabras, lo que importa es cómo se ven las cosas en este momento, y particularmente antes de octubre, y no lo que las cosas son realmente o pudieran ser en el largo plazo.

Como concepto, esa visión de la política del kirchnerismo no es nueva, fue descrita claramente por el escritor marxista francés Guy Debord en un muy buen libro del año 1967 titulado La sociedad del espectáculo. En una sociedad como la que describe Debord, nada es bueno ni malo. Las cosas no se ven bien ni mal. Lo que importa es la superficie, la fachada y la decoración.

Un supuesto clave del que parte Debord es que el espectador, es decir, la sociedad civil, tiene una capacidad de atención limitada y es incapaz de retener demasiadas imágenes durante mucho tiempo, por tanto hay que hacerla feliz en el momento y mañana: ¡que la suerte los ayude!

Antiguamente, los rusos tuvieron un método perfecto que bien puede describir el método de CFK en una frase que en su tiempo llamaron “método Potemkin”.

Grigori Potemkin fue un ministro de la emperatriz rusa Catalina II que se encargaba de diseñar un mundo de fantasía para la zarina y los crédulos. Potemkin empleaba expertos en escenografías y puestas en escena con las que creaba ciudades y pueblos ideales en las rutas, los itinerarios y las giras de la emperatriz con extras enviados desde Moscú vestidos como campesinos felices para animar la fiesta imperial. Los extras y los aplaudidores ganaban buen dinero, la emperatriz estaba feliz y Potemkin fue capaz de convertirse en un hombre de Estado y aumentar su riqueza. ¿A quién le importaba si los campesinos eran realmente pobres, si el Imperio zarista estaba podrido hasta la médula o si el ministro era un corrupto?

Esto mismo es lo que lo que el oficialismo ha estado haciendo con la política argentina durante la última década.

Una de las aldeas y ciudades al estilo Potemkin del kirchnerismo fue el acuerdo con Irán. Lanzado con bombos y platillos y con la promesa de esclarecer y finalizar con la impunidad en la investigación del ataque terrorista a la Mutual Israelita de Argentina (AMIA). Sus porristas en los medios de comunicación lo llamaron “Acuerdo de entendimiento con Irán”. Hasta se consultó al antiguo juez español (condenado e impedido del ejercicio de su cargo) Baltasar Garzón.

Pero una vez que el impulso inicial pasó -y dos años después el fiscal de la causa AMIA, Alberto Nisman, fue hallado sin vida en su vivienda (hace ya siete meses y aún no se saben las causas de su deceso)-, simplemente se olvidó todo el asunto.

Otras aldeas Potemkin del kirchnerismo incluyen los procesos penales del vicepresidente Amado Boudou, quien más allá de su inminente juicio oral, continúa presidiendo el Senado de la Nación. El hecho es que ninguno de los casos mencionados hizo doblegarse al régimen y demostró que los déspotas no producen ningún cambio más allá de alguna fachada.

En la provincia de Buenos Aires, la aldea Potemkin del kirchnerismo hasta puede consagrar gobernador al señor Aníbal Fernández.

En Venezuela, la aldea Potemkin de Cristina Fernández puso en marcha “el sonido del silencio” ante la furia represiva de su amigo Nicolás Maduro, aunque este haya cruzado todas las “líneas rojas imaginables” en materia de crímenes y violaciones de derechos humanos.

La última aldea Potemkin, y tal vez la más rutilante, ha sido el acuerdo con China, que supone una absurda entrega de soberanía sin saber qué darán los chinos a cambio o, peor aún, para qué utilizarán el territorio argentino los militares chinos.

El kirchnerismo ha impulsado estas cosas utilizando sus Potemkin’s del Poder Legislativo y ahora manipula y avanza sobre el Poder Judicial ante la posibilidad de marcharse y lograr impunidad en no pocas causas pendientes.

En mi opinión, honestamente no sé si el liderazgo kirchnerista se reciclará para intentar continuar en el poder, es claro que no desea marcharse. Pero si lo hacen, la aldea Potemkin de Cristina Fernández no impedirá que los ciudadanos y gran parte de la oposición intenten salvaguardar las instituciones democráticas y muchos funcionarios se verán en problemas ante la pérdida de la impunidad con la que usualmente se han conducido.

La política Potemkin, de la cual el kirchnerismo se ha servido y con la que ha manipulado a la sociedad civil, ha hecho de la Argentina un lugar mucho menos creíble y seguro. Es de esperar que la ciudadanía lo haya comprendido luego de doce años. Los recientes hechos derivados de las controversiales elecciones en la provincia de Tucumán están demostrando que muy posiblemente las aldeas Potemkin estén entrando en fase de derrumbe, igual que la Rusia zarista en su tiempo.