“Una cosa es tener distintas visiones, ideas y propuestas; otra, avasallar las instituciones con proyectos personalistas o hacer uso del poder en beneficio propio”, deslizó el flamante Presidente en su discurso de asunción. Con cadencia, sosiego y firmeza, Mauricio Macri agregó: “El autoritarismo no es una idea distinta, es el intento de limitar la libertad de las ideas y de las personas”. El hemiciclo respondió el guiño institucionalista con un aplauso medido, pero sostenido. La república recuperaba las fronteras que separan a sus tres poderes. Kirchnerismo sonaba a ancien régime. ¿Pluralismo para todos y todas?
Días después, el nuevo inquilino de la Casa Rosada trituró sus palabras. Eludió a la Cámara Alta y designó mediante un decreto a dos jueces para la Corte Suprema. El relato procedimental que desplegó durante toda la campaña electoral quedó hecho trizas. Le saltaron a la yugular el periodismo, los constitucionalistas y la totalidad de la oposición. La luna de miel sufrió su primer altercado. Macri conoció el lado b de la máxima envestidura; sintió el revés, recalculó y pateó la pelota para febrero.
La primera lectura —al vuelo— indica que el jefe del Ejecutivo mostró su faceta autoritaria, la predominante, aquella que pudo esconder detrás del humo del marketing político. Este sería el Macri empírico: alérgico a los frenos y los contrapesos republicanos, adicto a las mieles del poder. Como cualquier caudillo. Como cualquier populista. Como cualquier outsider que descubre la textura interna del poder. Cuando se llega al centro de mando, se acaban las prédicas consensualistas. Esta decodificación fue la que imperó en el kirchnerismo nuclear. El resto de la góndola política contuvo la respiración y se acotó a criticar la jugada. Continuar leyendo