“Una cosa es tener distintas visiones, ideas y propuestas; otra, avasallar las instituciones con proyectos personalistas o hacer uso del poder en beneficio propio”, deslizó el flamante Presidente en su discurso de asunción. Con cadencia, sosiego y firmeza, Mauricio Macri agregó: “El autoritarismo no es una idea distinta, es el intento de limitar la libertad de las ideas y de las personas”. El hemiciclo respondió el guiño institucionalista con un aplauso medido, pero sostenido. La república recuperaba las fronteras que separan a sus tres poderes. Kirchnerismo sonaba a ancien régime. ¿Pluralismo para todos y todas?
Días después, el nuevo inquilino de la Casa Rosada trituró sus palabras. Eludió a la Cámara Alta y designó mediante un decreto a dos jueces para la Corte Suprema. El relato procedimental que desplegó durante toda la campaña electoral quedó hecho trizas. Le saltaron a la yugular el periodismo, los constitucionalistas y la totalidad de la oposición. La luna de miel sufrió su primer altercado. Macri conoció el lado b de la máxima envestidura; sintió el revés, recalculó y pateó la pelota para febrero.
La primera lectura —al vuelo— indica que el jefe del Ejecutivo mostró su faceta autoritaria, la predominante, aquella que pudo esconder detrás del humo del marketing político. Este sería el Macri empírico: alérgico a los frenos y los contrapesos republicanos, adicto a las mieles del poder. Como cualquier caudillo. Como cualquier populista. Como cualquier outsider que descubre la textura interna del poder. Cuando se llega al centro de mando, se acaban las prédicas consensualistas. Esta decodificación fue la que imperó en el kirchnerismo nuclear. El resto de la góndola política contuvo la respiración y se acotó a criticar la jugada.
Otra interpretación —bastante subterránea y propia del club de la realpolitik— es que Macri marcó la cancha. Al igual que Cristina Fernández de Kirchner, el Presidente piensa llevar las riendas bien cortas. Nada de error: el per saltum fue una señal. Una muestra cabal de dominio de la situación. Los canales institucionales convencionales serán utilizados mientras den las matemáticas. Cuando fallen las negociaciones, la gestión pasará a la órbita del dedo presidencial. El cómo (el estilo) será reemplazado por el qué (lo sustantivo). El inmovilismo, indudablemente, no será una política de Estado. En este sentido, parece que la experiencia de la Alianza ha servido como aprendizaje al cosmos no peronista. “O se avanza o se ingresa automáticamente en zona de turbulencia”, dice el axioma.
Esta última perspectiva, obviamente, dejaría con la boca abierta al justicialismo (al menos a la corriente que es poco sensible a los mandatos de la democracia representativa liberal). O, mejor dicho, le quitaría su elemento diferenciador. Su principal capital político: el pragmatismo radical que moldea reglas a su medida para (auto)erigirse como el guardián de la gobernabilidad. Esa vocación por mantener la democracia criolla bajo la tutela de un líder omnímodo, que concentra facultades extraordinarias para sortear momentos excepcionales —que finalmente son los 365 días del año—, empezaría a ser un patrimonio compartido. Preocupación de sobra para el movimiento político más popular del país.
Pero lo cierto es que Macri también está horneando otras medidas que generarán cambios considerables en la geometría institucional. Y todas se materializarían mediante decretos. Por eso, más allá de la rectificación —o no— de Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti como miembros del tribunal supremo, esta lógica decisional del nuevo mandatario continuará. No fue un lapsus, sino el inicio de una secuencia. Algunos ejemplos destacables serían la fusión de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (Afsca) y la Autoridad Federal de Tecnología de la Información y las Comunicaciones (Aftic) (lo cual subvertiría la ley de medios aprobada por el Congreso en el 2009), la reforma de la ley de Ministerio Público y la puesta en marcha del nuevo Código Procesal Penal.
Evidentemente, al Presidente actual la legalidad fraguada al calor del kirchnerismo le sienta incómoda. El problema es que, sea por impericia o demostración de fuerza, el decisionismo presidencial convierte al Estado de derecho en una arena movediza. Las leyes nunca terminan de institucionalizarse. Pierden consistencia. Su peso se relativiza. Caen los incentivos para cumplirlas. Y, en ese péndulo legal, la ciudadanía se inclina por la anomia. A esta altura, no hace falta aclarar qué sucede cuando la ley pasa a ser letra muerta. O sí, para no caer en errores tan frescos: caos, anarquía, saqueos, acuartelamientos, represión, etcétera.
La otra secuela es la concentración del poder. Lo que se gana en celeridad se pierde en pluralismo: cimiento esencial del sistema democrático. La descentralización muta en centralización. En vez de contar con una constelación de pequeños centros de poder y autoridad, se dispone de un gran núcleo ordenador, generalmente condensado en la figura del presidente. El caldo de cultivo ideal para que brote un autoritarismo de baja intensidad. Macri tiene la responsabilidad de desechar esta posibilidad y también, claro, de respetar el discurso que ofertó para llegar al sillón de Rivadavia.