Corre el mes de febrero. Neonazis le dan una brutal paliza en Mar del Plata a un activista del colectivo LGTB. De yapa, destrozan el local de la organización. Nos mudamos a marzo. También en la ciudad balnearia, una itaca (por ahora, la única culpable) talla con cinco balazos la fachada de un local de La Cámpora. Más plomo, esta vez en tierras porteñas. Balacera contra un local de Nuevo Encuentro en Villa Crespo. El saldo son dos mujeres heridas. Ambas están fuera de peligro. El odio, esta vez, no tuvo puntería.
Una extraña espiral de violencia cobra relieve en la política dómestica. Ciertos gérmenes de intolerancia se materializan en un malevaje visceral. ¿Nostálgicos de la Liga Patriótica? Puede ser: nacionalismo, catolicismo y homofobia es el cóctel de la primera agresión. En los otros dos atentados prevalecen el anonimato, la inorganicidad y el silencio. No hay patrones ni indicios que endilguen la autoría a algún espacio político en particular. Sólo queda clara una cosa: el kirchnerismo es el blanco.
Pero, más allá de la autoría, el método y los fines de estos agravios, vale la pena reposar el lente reflexivo sobre las condiciones sociales, mediáticas y políticas que permiten su irrupción. Repasar el momento que estamos atravesando. Escarbar en la realidad para intentar encontrar algunas razones, explicaciones o al menos hipótesis. Alguna línea que invite a pensar por qué el presente le abre la puerta a este tipo de anomalías.
Empecemos por casa. Salvo contadas excepciones, desde hace tres meses, los medios de comunicación están empecinados en replicar, amplificar y fogonear la díada Gobierno nacional-kirchnerismo. Cada noticia está enmarcada con esa lógica binaria. Pocos periodistas se animan a afinar el sentido crítico, buscar argumentos alternativos y escapar del facilismo dicotómico. La mayoría continúa encerrada en ese dúplex analítico. El desafío consiste en encontrar el contraste más filoso, la perspectiva más cortante, la contradicción que mejor sintetice la (supuesta) fractura social que corta en dos porciones simétricas al país. Sin caer en el reduccionismo de la teoría de la aguja hipodérmica (el ciudadano es un recipiente vacío al que se le inyecta información), los mass media ayudan a la instalación de un clima cerrado, hostil e inflamado.
La dirigencia política, siendo benevolente, tampoco colabora mucho. Ejemplo tangible fue la apertura de sesiones ordinarias en el Congreso. Allí quedó en evidencia la falta de voluntad para sellar rispideces e inaugurar una nueva etapa —obviamente, sensible tanto a consensos como a disensos— que permita tonificar los aciertos de años anteriores y rectificar sus bemoles. Cada uno desde su cosmovisión, claro está. Nadie pide abandonar las tonalidades ideológicas. Sería un craso error, además de un espejismo, típico del argumentario neoliberal, que postergaría debates sustanciales para el país. Pero sí es imperioso cumplir con reglas mínimas de respeto, debate y tolerancia. Dejar atrás la jerga patotera y adentrarnos en la esgrima retórica, el razonamiento de calado y el verbo elocuente.
Las instituciones políticas tienen la responsabilidad de ser una muestra cabal de civismo. Ellas son las encargadas de colocar la vara de la discusión a una altura elevada, lejos de las simplificaciones, las mediocridades y las banalidades que permiten el ingreso de la violencia (verbal o física) como mecanismo resolutivo. En otras palabras: deben ser un arquetipo para la ciudadanía de cómo, pacíficamente, se confrontan, confluyen y enriquecen opiniones de distinta naturaleza.
¿Y la sociedad? No se queda atrás. El barrio virtual es prueba de ello. Las redes sociales destilan resentimiento, bronca y agravios por doquier. Ninguna fuerza política ostenta el patrimonio exclusivo de estos atropellos. En cualquier rincón del espectro ideológico se percibe un desprecio visceral hacia el pensamiento ajeno. Los muros de Facebook sirven como paredones de fusilamiento simbólico. La falacia ad hominem es la moneda de cambio en Twitter. Bastante lejos queda la proyección de estas herramientas 2.0 como espacios deliberativos que agregarían estímulos participativos a nuestra cultura política y ensancharían los márgenes de la democracia. No. Hasta ahora ha predominado la vertiente cloacal: el canal por donde fluye todo nuestro lenguaje escatológico.
Podríamos echar mano a la excusa de “siempre hay una minoría de violentos energúmenos”. Seguro. Pero sería patear la pelota al tejado. No tomar dimensión de la gravedad de estos hechos. Porque el problema de estos incidentes, delicados para cualquier sociedad que aspira a vivir bajo la égida del Estado de derecho, es que si no se atienden a tiempo, con la voluntad y los instrumentos apropiados, la metástasis en el tejido social es inmediata. La exaltación se propaga con facilidad, y más cuando los engranajes institucionales no están aceitados, como en el caso argentino. “Cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable”, advertía Voltaire. Estamos a tiempo.