Es 9 de septiembre de 2010. En el centro del escenario, Néstor Kirchner gira noventa grados, carga su dedo índice, apunta y dispara: “Le pido al gobernador Scioli que me diga quién le ata las manos”. Miles de peronistas aplauden el escarnio en el barrio de La Boca. La TV Pública refuerza la humillación con un primer plano del ex motonauta, que resiste el embate como puede. De las cejas tensas, el entrecejo fruncido y los dientes apretados, microexpresión que revela ira, pasa –en una décima de segundo– a asentir con la cabeza, de forma obediente, las palabras del ex presidente.
Acá está. Este es Daniel Scioli, el gobernador de la provincia de Buenos Aires. El candidato presidencial favorito de las encuestas. El argentino impasible. El capataz paciente que espera la jubilación de su jefa para tomar el timón. El político que hizo de la ambigüedad un estilo discursivo.
Para Scioli, la lealtad –elemento vertebral, cohesionador y ordenador del peronismo histórico, que el kirchnerismo aceptó sin matices– es un valor parcial. Por un lado, respeta el libreto que le llega desde Balcarce 50, pero, al mismo tiempo, hace su remake. Teje un relato elástico con ingredientes de ambas orillas de la grieta (kirchnerismo vs antikirchnerismo). Según la coyuntura y, obviamente, sus intereses inmediatos, modifica el guion. Sobre esa tensión discursiva construye su capital político. Continuar leyendo