Me siento mal. Yo, que trabajo de “explicadora”, estoy cansada hoy de dar explicaciones. En febrero escribí “Todos contra los docentes” en un arranque de indignación y el texto dio vuelta por redes sociales y medios, se convirtió en palabras que salieron de mis dedos y expresaron la indignación de muchos docentes que se sintieron heridos igual que yo. Hoy el fogonazo encolerizado que me llevó a enumerar puntos y defender mi trabajo, se apagó.
Mi trabajo no es como cualquier otro trabajo. Esa frase la puede decir cualquier trabajador: es cierto, todos los laburantes somos engranajes de una maquinaria inmensa llamada Argentina, la cargamos sobre nuestros hombros y hacemos que la amada abstracción se plasme en la realidad cada día, exista, funcione, amanezca, atardezca, se vaya a dormir. Mi trabajo es el más importante del mundo. También es una afirmación que cada obrero, cada operario, cada profesional, guarda más o menos íntimamente en su corazón y atesora en su latir. Tengo derecho a protestar si no estoy conforme con las condiciones en las que trabajo. Y ahí, estamos en un problema.
Periodistas, panelistas, opinólogos, gobernantes, candidatos, vecinos, parientes, “comentaristas destacados”, masivamente, me están diciendo que no, que no tengo derecho. Que mi reclamo es válido, que tengo razón, que mi sueldo es miserable, que el edificio en donde trabajo da vergüenza. Entre medio de la avalancha de insultos y descalificaciones espantosas, me miran asombrados, horrorizados, y me interpelan: “¿Qué clase de persona horrenda deja a los pobres chicos (a los chicos pobres) sin educación?” El “Andá a laburar” es el final de cada frase, y el imperativo se justifica con que “me tienen que tratar con firmeza”, porque estoy haciendo algo increíblemente desubicado… Estoy protestando porque no estoy conforme con las condiciones en las que trabajo.