Por: Adriana Lara
Me siento mal. Yo, que trabajo de “explicadora”, estoy cansada hoy de dar explicaciones. En febrero escribí “Todos contra los docentes” en un arranque de indignación y el texto dio vuelta por redes sociales y medios, se convirtió en palabras que salieron de mis dedos y expresaron la indignación de muchos docentes que se sintieron heridos igual que yo. Hoy el fogonazo encolerizado que me llevó a enumerar puntos y defender mi trabajo, se apagó.
Mi trabajo no es como cualquier otro trabajo. Esa frase la puede decir cualquier trabajador: es cierto, todos los laburantes somos engranajes de una maquinaria inmensa llamada Argentina, la cargamos sobre nuestros hombros y hacemos que la amada abstracción se plasme en la realidad cada día, exista, funcione, amanezca, atardezca, se vaya a dormir. Mi trabajo es el más importante del mundo. También es una afirmación que cada obrero, cada operario, cada profesional, guarda más o menos íntimamente en su corazón y atesora en su latir. Tengo derecho a protestar si no estoy conforme con las condiciones en las que trabajo. Y ahí, estamos en un problema.
Periodistas, panelistas, opinólogos, gobernantes, candidatos, vecinos, parientes, “comentaristas destacados”, masivamente, me están diciendo que no, que no tengo derecho. Que mi reclamo es válido, que tengo razón, que mi sueldo es miserable, que el edificio en donde trabajo da vergüenza. Entre medio de la avalancha de insultos y descalificaciones espantosas, me miran asombrados, horrorizados, y me interpelan: “¿Qué clase de persona horrenda deja a los pobres chicos (a los chicos pobres) sin educación?” El “Andá a laburar” es el final de cada frase, y el imperativo se justifica con que “me tienen que tratar con firmeza”, porque estoy haciendo algo increíblemente desubicado… Estoy protestando porque no estoy conforme con las condiciones en las que trabajo.
Andá a laburar. Metete en la escuela, con los pibes, adentro del aula y educalos. Si elegiste un trabajo así, andá a cantarle a Magoya. Callate, dejate de protestar y reclamar y metete en la escuela con los pibes. Así nomás.
Anoche, con desolación, leía un artículo escrito por un doctor en Derecho, Mauro Cristeche, que finalizaba con esta frase: “ninguna transformación social se ha hecho sin romper con la ideología dominante y sin poner en cuestión el orden existente”. Ante una sociedad que está de acuerdo con que la educación pública deja mucho que desear, con que los docentes están trabajando en condiciones paupérrimas, con que las tareas que se cumplen en las escuelas no tienen que ver con la pura enseñanza de los contenidos curriculares sino con una lista interminable de parches a falencias sociales que los alumnos acarrean… yo estoy poniendo en cuestión el orden existente al protestar. Me estoy poniendo bajo la lupa, bajo la mira de los cascotes, me estoy quejando de una manera lícita: lo estoy escribiendo.
Retomando el inicio de mi texto: hoy no estoy indignada. No estoy prendida fuego por dentro, con ganas de salir al cruce y llevarme el mundo por delante para proclamar a los gritos que trabajo como cualquier trabajadora, que amo mi profesión, que dejé la salud de mis cuerdas vocales en las aulas y que no soy ninguna corrupta ni haragana ni ignorante. Hoy mis dedos corren por el teclado y aceptan que la sociedad me interpela, me dice que estoy equivocada, que debo bajar los brazos y dejar de alterar el orden de las cosas aunque estén mal. Está bien, entendí el mensaje, creo que todos los docentes lo entendimos. Ahora hace falta que escuchen bien todos, que entiendan mi respuesta. ¿Les digo que sí y cierro la boca, me meto en el aula y sigo fingiendo que todo está genial y el mundo sigue girando y dejamos las cosas como están? No. Pienso seguir protestando. Pienso seguir escribiendo y contando que esta realidad que estamos viviendo me parece mal. Pienso seguir intentando cambiar este mundo de desigualdad, el destino de los pibes que llegan escribiendo mal y con problemas para comprender. Pienso meterme en el aula, que es donde estoy metida desde hace 16 años, sentarme tranquilamente al lado de cada uno de ellos y explicarle por qué ahí va una coma, qué significa la Constitución Nacional, qué se siente leyendo “El Golem” y por qué se me llenan los ojos de lágrimas cuando llegamos a la parte de “…polvo serás, mas polvo enamorado”, como lo hice desde el primer día que entré en una escuela como docente. La educación es el camino para poder ser, para experimentar sensaciones, reflexionar y encontrarse con las inquietudes que hacen titilar las lucecitas en todos los ojos humanos y les permiten ser, la educación es la que les da a los alumnos la opción de la esperanza, la que nos da a todos la opción de ser artífices de nuestros destinos.
Los docentes somos las herramientas de la transformación social, especialmente los de las escuelas públicas. Yo soy eso, y además trabajo de eso. Me apena que hoy no me reconozcan de ese modo. Me apena tanto, pero tanto, que mis dedos andan como entumecidos y vacilan al buscar las palabras exactas… No soy el adversario, soy la persona que le lee a Kafka a tu hijo, la que le enseña el uso de la coma y los recursos argumentativos. No soy un espíritu etéreo que trabaja bajo ninguna bandera: soy una persona que necesita percibir un salario. No merezco ni debo permitir que mis alumnos estén junto a mí en un lugar en donde en cualquier momento se puede caer el techo… Ahhh, ya empecé a explicar, no puedo contra eso de que soy la explicadora. Termino abruptamente entonces: soy la persona que va a luchar porque los alumnos de las escuelas argentinas aprendan en condiciones dignas. No esperen menos de mí, porque los docentes no sólo trabajamos de eso, sino que somos eso. Si los políticos de turno no defienden esos intereses… ¿quién los va a defender, sino nosotros? Sí, nosotros. Solo abran los ojos y vean cómo únicamente intentando cambiar el mundo se puede lograr cambiarlo.