Por: Mauro Cristeche
“Apoyo el reclamo, pero no los métodos” es una de las clásicas frases argentinas ante los distintos conflictos que se suceden a lo largo y a lo ancho del país. La pregunta que sigue es, ¿y entonces, cómo? Es decir, ¿qué otro método más efectivo conocen quienes comprenden la “legitimidad” de los reclamos pero no están de acuerdo con las formas en que se llevan adelante?
Lo que ha ocurrido en estos días en Lugano con el problema de la vivienda es paradigmático. El conflicto viene de arrastre: a fines de 2010, ante una ocupación de terrenos por parte de los vecinos, el gobierno nacional y el porteño desalojaron juntos con una violenta represión. El saldo fue de tres muertos, y la promesa de incluir a los ocupas en un plan de viviendas. Ningún funcionario fue preso, y nadie –ni Nación ni Ciudad- puso un peso para el plan de viviendas. Frente al papel vergonzoso –en ese entonces y ahora- del PRO y el FPV, el Legislador porteño del Frente de Izquierda, Marcelo Ramal lo dijo clarísimo y sin medias tintas: “Si queda algo de justicia en este país, los que gobiernan el país y la Ciudad deberían ir a juicio político por dejar a 500 mil personas en la ciudad de Buenos Aires sin vivienda”.
Otro caso es el de los docentes. Todo el mundo sabe –lo dicen los empresarios y economistas en los medios dominantes- que la inflación anual ha superado cómodamente el 30%, y para este año se augura un número peor. A los docentes, cuyos salarios y condiciones de trabajo son miserables –ganan la mitad que los policías-, se le ofrece menos del 25% y en largas cuotas. Es decir que el saldo de la paritaria no será la necesaria y urgente recomposición de su salario, sino una disminución. Ni salario “vital” ni “móvil”, como pide la Constitución. Luego, los docentes son quienes verdaderamente defienden la educación pública contra la destrucción sistemática producto de la desidia de los funcionarios, que ganan decenas de miles de pesos.
Si no toman medidas de fuerza, ¿quién les va a dar el aumento que se merecen? Nadie. La protesta no es un deporte y mucho menos es grata, se hace por necesidad. El reclamo cohesionado, organizado y masivo es la única garantía de su triunfo y, por lo tanto, del triunfo de la educación pública contra su destrucción. Quien defiende su causa, debe apoyar sus métodos. Quien dice “estar de acuerdo con el reclamo, pero no con los métodos”, en los hechos no está apoyando el reclamo.
En general, la oposición a la protesta social obedece a dos razones. Una de ellas es la falta de comprensión política, en el sentido de la imposibilidad de hacer una caracterización del funcionamiento de la sociedad en general, y de la práctica política en particular. Subyace también una idea incorrecta del derecho. Es necesario entonces redoblar los esfuerzos explicativos. Desde el punto de vista legal, los trabajadores tienen todo el derecho del mundo a protestar. Están amparados por todo el régimen jurídico. Tienen el derecho a peticionar, el derecho de huelga, y sus reclamos están legitimados por todo el derecho internacional de raigambre constitucional, que obliga a los Estados a hacer operativos los derechos. Podríamos mencionar decenas de normas que así lo establecen. O sea que su cobertura jurídica es insoslayable, y se debe a una contradicción esencial del derecho burgués liberal, que reconoce derechos sabiendo que la realidad hará muy dificultoso, sino imposible, su ejercicio. En consecuencia, protestar, movilizarse, luchar por el “ejercicio efectivo” de los derechos, es romper esa contradicción y convertir en realidad la ficción. De lo contrario, el derecho es una farsa.
Por su lado, los empresarios y políticos del orden son violadores sistemáticos de la ley, en todos los órdenes de la vida. No solamente violentan las normas que les imponen responsabilidades, por ejemplo relacionadas con las cargas impositivas, con la no corrupción, etcétera. Además violentan a diario los derechos que les corresponden a la mayoría trabajadora, tanto en el ámbito público como en el privado: prohibición de organización sindical, falta de condiciones de seguridad, precarización, informalidad, y un sinfín de etcéteras. Mucho más, no los desvela ninguna protesta o ilegalidad cuando se trata de la defensa de sus intereses. No hay que olvidar que durante el “conflicto del campo” la burguesía agraria protagonizó la mayor cantidad de medidas de acción directa de la historia argentina, superando incluso al argentinazo de 2001, y ningún político del orden le hizo asco a los “métodos”.
¿O acaso la deuda externa no ha sido considerada ilegal e ilegítima incluso judicialmente, y se paga igual? ¿O acaso el vaciamiento de YPF no es un fraude monumental al pueblo argentino, y se indemniza jugosamente a los vaciadores? ¿Y qué de un mercado laboral con más de la mitad de los trabajadores en la informalidad absoluta? ¿Acaso el desalojo del Indoamericano –después de cuatro años sin respuestas a una necesidad elemental- no es incumplimiento de los deberes de funcionario público –además de una ofensa a la condición humana? ¿O el furioso ajuste generalizado contra las condiciones de vida de la clase obrera no es significativamente más dañoso que un corte de calle?
Todo lo hacen bajo el amparo de la ley, pero no de la Constitución Nacional sino contra ella. Lo hacen bajo el amparo de la ley del capitalismo, que no tiene por finalidad la satisfacción de las necesidades sociales o el ejercicio de derechos. Es una máquina de producir ganancias por un lado y miserias por el otro, sin reparar en absoluto en el orden jurídico y reproduciendo como la peste las injusticias más aberrantes. Lo dijo con todas las letras Horacio González en la última asamblea de Carta Abierta: “el capital surge hoy como forma reproductiva básica desde la ilegalidad. No hay nada más claro para estudiar cómo se produce la acumulación del capital que el tráfico de cocaína”.
Al extremo, ellos –y esto incluye especialmente a sus políticos- nunca sienten en carne propia “el peso de la justicia”, como reclaman ahora para los delincuentes de poca monta -que son el resultado de una sociedad sin ninguna salida. Realizan fraudes monstruosos, corrupciones, evasiones y todo tipo de patrañas que producen enormes daños a la sociedad. Juegan cotidianamente con la vida –y la muerte- de millones de personas. Pero nunca van presos. Por eso, cuando el mensaje viene de gente que conoce el paño de sobra, que le importa un bledo “el respeto a la ley” y acostumbra a moverse por la sombra de la ilegalidad como pez en el agua, pero realiza una intervención política consciente destinada a combatir el contenido de los reclamos con el sofisma de las formas, se trata de cinismo.
Es parte de un arsenal de dispositivos que ha desarrollado el capitalismo, entre los cuales está la ideología jurídica del respeto a la ley -vacía de todo contenido concreto. Un recurso perverso –más viniendo de donde viene- que es urgente desenmascarar, pues no solo achata la comprensión de los problemas que tenemos delante, sino que llama al pueblo a la quietud, a que acepte condiciones de vida miserables e indignantes sin chistar. Por el contrario, cuando la burguesía puede avanzar, se olvida rápidamente de sus discursos impolutos y no repara en los métodos. Desde guerras a dictaduras, pasando por represiones históricas, aprietes, persecuciones y –tanto más importante- la amenaza constante de que cualquier levantamiento será escarmentado sin miramientos.
Toda discusión sobre la protesta y sus métodos es antes que nada una discusión política, no jurídica. Por eso cualquier discusión sobre las formas no puede estar separada de su contenido. No se puede discutir el método de un reclamo, de una protesta, sin discutir los motivos; sin discutir el problema social concreto ni sus consecuencias. En ese marco -en el de una sociedad cuya clase social dominante avasalla cotidiana y constantemente los derechos de las mayorías explotadas-, toda movilización, toda lucha por la defensa de las condiciones de vida del pueblo, todo reclamo contra el Estado, es un signo de maduración política, pero además es un factor fundamental para el desarrollo de una conciencia política más elevada, y por lo tanto deben ser alentados. Ninguna transformación social se ha hecho sin romper con la ideología dominante y sin poner en cuestión el orden existente.