Las formas de la política se han ido transformando velozmente en las últimas décadas, y particularmente en los últimos años. Los medios de comunicación primero, y las redes sociales después, han hecho estragos.
Esto ha obligado a todos los interesados a repensar no sólo los discursos sino el conjunto de las prácticas políticas, tradicionalmente desarrolladas sobre la base de métodos artesanales y presenciales. Entre ellas los formatos de su comunicación. Por caso, el desarrollo y explicación de cualquier problemática social en centenas de páginas se ha convertido en un dislate, y corre el riesgo cierto de caer en saco roto. No importa si la complejidad lo amerita. Ahora, con unos cuantos disparos contundentes de 140 caracteres debe ser suficiente.
Si caláramos hondo, esta tendencia se corresponde con el desarrollo del modo de producción capitalista, es decir, con el sometimiento del conjunto de las prácticas sociales a las necesidades del capital. Producción y consumo se ponen en juego en todos los órdenes de la vida, y sería ingenuo creer que la política puede mantenerse al margen de esa fuerza centrífuga. El tiempo es oro; la eficiencia y la productividad también.
De esto se podría decir muchísimo. Pero aquí interesa referir brevemente a una de sus tantas aristas: la farandulización de la política. El fenómeno no es nuevo, está claro. Pero sufre cambios constantemente. El dato que interesa resaltar no es la cholulización de los políticos, sino que programas cholulezcos han receptado a la política, sobre la base de seguir la “actualidad”.
Me refiero a formatos televisivos como Intratables o Animales Sueltos, entre otros (DDM por ejemplo), que están consolidando una tendencia que puede redundar en otro cimbronazo en el mundo de la política; y que incluso se extiende a los programas de la tarde, siempre reservados a las novelas y al espectáculo, como El diario de Mariana.
Generalmente estos programas están comandados por alguna figura de porte, que maneja al dedillo el “minuto a minuto”. Además de habilidad para el patinaje y para captar la atención de la audiencia, tienen la virtud de calificar como “gente común”, o sea que están limpios de la mancha de la política y hasta mantienen al margen sus preferencias electorales. De formación política poco y nada, tanto mejor todavía.
Acompañan panelistas también muy hábiles en el medio, aunque mayormente especializados en cualquier cosa menos en política. Por supuesto que hay excepciones -habilidad mediática conjugada con lectura política- que toman el papel con la responsabilidad que corresponde, lo que implica en muchos casos reconocer límites (pues no todos tenemos que saber –y hablar- de todo).
Con profesionalidad o no, han asumido un protagonismo que otrora no tenían, erigiéndose en politólogos. Avivan la polémica, donde predominan la guerra de chicanas, el morbo y los clichés. Variopintos lugares comunes que pueden sonar rimbombantes aunque no tengan una pizca que ver con la realidad. Incluso algunos se pasan de rosca y se construyen un “papel” político para conquistar un lugar privilegiado en la primera plana, cual vale todo, propio de novata aspirante a vedette. De ahí que sea muy rendidor hacer de francotirador K en medio de una supuesta jauría opositora, o hacer gala de facho en la maraña progre.
Pueden sumarse “expertos” en distintos temas, sin pasado ni presente, quienes a menudo son empujados a ofrecer respuestas nominales y contundentes pero sin mayor profundidad. En el peor de los casos, convidados a discutir de igual a igual con provocadores para caer en el tremendismo. Algunos de ellos también se suben rápido al carro, trastocando en fogoneros útiles.
¿Y qué de los políticos que participan? Naturalmente que el marco influye en su desempeño, los condiciona, y es muy difícil no aceptar el juego si no quieren quedar afuera de cualquier cosa. Algunos lo asumen con placer, otros a regañadientes. Lo mismo da.
En un espacio tan reducido y apremiante, el análisis cede rápidamente ante el “sentido común”, a la orden del día. Perfiles como el de Massa, que hablan “como la gente”, “de lo que quiere la gente”, pueden encajar muy bien, siempre y cuando sean moda y hasta agotar stock. Luego habrá que buscarle la vuelta para renovar, otra vez, atendiendo “las preferencias de la gente”.
Mucho mejor los personajes de armas tomar. Aquellos que no tienen pelos en la lengua, y que no le temen al ridículo. A esos hay que pincharle la yaga, o darles rienda suelta si se embalan solos, siguiendo con atención los números que pasa la producción. Más allá del contenido, seguramente darán mucha tela para cortar. Posicionarán. Aunque parezca lo contrario, son los preferidos.
Para la izquierda, cuya función es, precisamente, subvertir el sentido común, o sea las ideas dominantes del orden establecido, las cosas se vuelven más complicadas todavía. Porque desmontar tamaño arsenal requiere, como mínimo, tiempo y profundidad de análisis. Precisamente lo que no hay y lo que no hace falta, respectivamente. De todos modos, no le está yendo nada mal. Su predisposición a la confrontación de ideas, la nitidez de su programa y la calidad de muchos de sus dirigentes, pueden ser causas explicativas de su performance.
Como sea, las apuestas no pueden parar de subir. Se requieren intervenciones impactantes, más allá de su veracidad. Más aún si el puñetazo tiene destinatario con nombre y apellido, que estará obligado a contraatacar (junto a sus seguidores). ¿Que “no es serio”? Que nadie olvide que cuanto más escándalo mejor. El parámetro no es la rigurosidad y la coherencia, sino el rating. Gritar, sobreactuar, llorar, pueden ser condimentos sabrosos, más si parecen espontáneos. Ni que hablar si se traspasa la barrera verbal.
Y ya no hace falta cuidarse, total “nadie puede resistir un archivo”. No importa que queden enmarañados los coherentes que sí pueden soportarlo. No importa que eso produzca una esperable desmoralización generalizada. Palo y a la bolsa, todos en el mismo lodo. El poder de la edición, que ha abandonado cualquier escrúpulo, logrará convertir el diamante a carbón o al revés, según corresponda. Y que siga el baile.
Aun así, mirado en su justa medida, no todo lo que expresa esta farandulización es negativo. Por un lado, da cuenta de un interés en la población. La sociedad está “politizada”, algo que desmiente la mecánica ideológica de la Tinellización irreversible. Que vastos sectores de la población (estos programas están midiendo muy bien) prefieran la política al conventillo de la farándula -socialmente vacía e ideológicamente dañina- es un buen dato. Que pasen de consumir reyertas individualizantes sobre amores y desamores a discusiones sobre problemáticas sociales como la educación, la seguridad o las paritarias, es algo que debe reivindicarse y fomentarse.
Lo paradójico es que ese pasaje, nobleza obliga, también es el producto de esos programas. Dicho de otra manera: estos formatos están convocando contingentes que no canalizaban en la política. Y quizá se deba en parte a su propuesta de dinámica pura, polémica y confrontación de ideas, lo que no necesariamente está mal si lo que pretende es una clarificación. Tampoco está mal, en pos de la politización, tomar nota de las transformaciones producidas y “adaptar” intervenciones y discursos a nuevas formas de consumo. Y mejor si “la gente” conoce a varios de los políticos que forman parte de un proyecto, y expuestos a la guillotina que los aparte de su aburrido libreto, lo que ocasionalmente logran estos programas.
Pero la pregunta que se mantiene es si debe consentirse sin reparos una “farandulización” de la política que tenga al rating como único límite. Porque lo que está claro es que no es lo mismo política que chimento, no es lo mismo política que fútbol. No es lo mismo discutir las infidelidades de los famosos que una política criminal, ni un gol mal anulado que la degradación de la educación.
Los medios son un –o quizá “el”- vehículo de formación política. Y la política es la actividad más compleja de la sociedad. Debe procurar considerar el conjunto de las determinaciones que están en juego en cada fenómeno concreto de la vida social, combinando la teoría –en tanto cúmulo de conocimiento social históricamente objetivado- y la acción –como materialización de esa teoría- y en tal sentido, la “ciencia de la política” es la más complicada de las ciencias. No se puede someter a cualquier cosa.
Plantearlo en estos términos no delata una posición elitista propia de tecnócratas. Muy por el contrario, implica hacer consciente la capacidad de fuego de esos aparatos mediáticos y reparar en el tipo de municiones que pueden irradiar. Implica defender la política como crítica práctica del orden existente y como medio para la transformación social, lo que supone luchar contra su banalización, que contribuye a la degradación social y por lo tanto es reaccionaria.