Dos siglos de economía argentina y un problema llamado capitalismo

Mauro Cristeche

Este artículo surgió en marzo de 2013, a poco de conocerse el resultado fiscal de 2012, que para sorpresa de casi nadie fue negativo, por enésima vez. Por razones que no vienen al caso, ese escrito a medio terminar quedó cajoneado. En aquella oportunidad le había puesto como título: “El déficit fiscal. Un problema histórico y la necesidad de una clarificación”, y su pretensión era poner en contexto y en concreto este problema tan llevado y traído, en general, de modo superficial.

Cuando leí la nota de Nicolás Cachanosky publicada hace unos días en Infobae (“Tres décadas y un problema llamado déficit fiscal”), rebrotó la necesidad de intervenir en el debate. Me interpeló aún más la frase con la que este economista arranca su planteo: “analizar el caso argentino con énfasis en políticas públicas sin poner la lupa en el problema del déficit fiscal es pasar por alto el problema de fondo”. Al efecto, en Argentina una de las corrientes más reconocidas en el estudio de las políticas públicas es la del “enfoque de derechos”, que afirma que los Estados deben diseñar sus políticas sociales tomando los “mandatos” (sic) constitucionales y de los numerosos instrumentos de derechos humanos. Algo que podría sonar atractivo, pero es una pura abstracción. Expresa deseos -la satisfacción de las necesidades humanas-, pero ignora por completo los límites para su materialización en la sociedad en la que vivimos. Efectivamente, ideas como éstas “no ponen la lupa en el problema de fondo”, pero lo paradójico es que, a mi entender, este señalamiento vale también para las ideas que se expresan en su nota, propias de la economía liberal.

Lo primero que modifiqué de aquel viejo escrito es el título, para hacer referencia al de su artículo, pero también para interpelar el libro Dos siglos de economía argentina del reconocido economista mediático Orlando Ferreres. Los conecto porque ambos sostienen, con muchos otros, que los problemas estructurales del país encuentran explicación en la intervención desmedida del Estado en la economía. De hecho Ferreres señala en el prólogo de su libro que el fracaso histórico de Argentina se debe al papel jugado por el Estado -en tanto freno a la acumulación- ya que contaba con todas las ventajas en cuanto a su potencialidad económica. Argentina, según esta mirada, no es hoy Estados Unidos o Canadá porque el intervencionismo estatal lo ha impedido. (Artículo aparte merecería la reciente comparación entre Argentina y esos países que hizo la Presidenta). Por su lado, Cachanosky remarca: “Es como sostener que el problema del adicto al alcohol son los síntomas, o la marca que consume, pero no la adicción (sic) al gasto público”.

Pienso que el problema no es explicar por qué Argentina no fue lo que no fue, sino por qué es lo que es; y el problema no termina en el déficit fiscal en sí mismo, sino que hay que indagar las determinaciones de las que surge y las tendencias que expresa ese fenómeno. El meollo de la cuestión no está en una supuesta “adicción al gasto público”, sino en aquello que la empuja: el desarrollo histórico del modo de producción capitalista y su especificidad en Argentina.

No voy a presentar todas las aristas del fenómeno, ni abundar en datos. Simplemente trataré de colocar la discusión del déficit fiscal -y del intervencionismo estatal- en el contexto que creo es el indicado.

Antes que nada, las coincidencias:

  • El “fin de ciclo K” presenta una situación económica “muy complicada e incluso con la posibilidad de terminar con otro default internacional”.
  • Todos los gobiernos de las últimas décadas expandieron el gasto público, con el menemismo a la cabeza (aunque eso no lo convierta en “keynesiano”).
  • Los mismos personajes que defendieron las privatizaciones menemistas defendieron las nacionalizaciones K, en función de los problemas de caja.
  • Las estrategias macroeconómicas no se debieron tanto a diferencias ideológicas, como sí a las circunstancias económicas de cada momento que obligaron a reemplazar unas formas de financiamiento del gasto público por otras.
  • Los distintos gobiernos no resolvieron el problema de fondo sino que patearon la pelota hacia adelante (amontonando las contradicciones).
  • “Los gobiernos suelen trasladar el ajuste a sus representados (diría a la clase obrera) antes que hacerse cargo de sus propios desmanejos económicos”. O sea que la crisis no la pagan los capitalistas sino los trabajadores.

El resultado del sector público argentino ha sido negativo en la mayor parte de los últimos 50 años. Pero hay más: la tendencia ha sido deficitaria desde los albores de la historia nacional. No hay aquí novedad alguna. La participación del Estado en la economía ha crecido aceleradamente desde comienzos del siglo XX, y con mayor velocidad el gasto que los ingresos. Desde los ‘conservadores’ más confesos hasta los más radicales ‘keynesianos’, pasando por ‘privatistas’ y ‘dictadores’, todos han gastado más de lo recaudado, contrariando el punto 1 de la receta liberal: el “equilibrio fiscal” o déficit cero.

El superávit fiscal ha sido una verdadera excepcionalidad. Salvo unos pocos años de equilibrio, siempre los egresos han superado a los ingresos. En cuanto a las últimas tres décadas, Menem logró un fugaz equilibrio con privatizaciones y venta de activos -además del endeudamiento- que fueron dirigidos a los gastos corrientes. En 2004 se registró un superávit de 3,54% del PBI -el más alto de la historia. Pero se debió a que el derrumbe del 2001 hizo desplomar el gasto público: más de 6 puntos del PBI -que a su vez había caído estrepitosamente. Ello lo llevó a una paridad con los ingresos (sin que éstos aumentaran). Se le sumó la recuperación económica a partir de 2002, que implicó que la recaudación creciera con mayor velocidad que el gasto, pero sólo hasta finales de 2004, y luego la tendencia regresaría a su curso histórico: el déficit.

¿Por qué el Estado ha expandido el gasto público? Se trata de una tendencia histórica a la mediación del Estado en la relación capitalista. Le llamó estatización de la vida social y en el fondo es la expresión de una de las leyes generales de la acumulación capitalista, la concentración y centralización de capital.

Otra de las leyes generales del desarrollo capitalista, la producción creciente de una población obrera sobrante para las necesidades del capital (desocupados, subocupados y todo tipo de formas laborales precarias que expresan la imposibilidad de una reproducción normal de la vida a través del salario), se ha constituido en una de las causales explicativas más importantes de la expansión del gasto en Argentina.

Argentina es un ámbito de acumulación de capital particularmente restringido, que se reproduce en las antípodas de la escala correspondiente al desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad. Su especificidad puede sintetizarse en cuatro fenómenos íntimamente vinculados: 1) la existencia de un sector agrario muy competitivo a nivel mundial, que redunda en un flujo permanente de plusvalía extraordinaria bajo la forma de renta diferencial de la tierra, cuya magnitud es muy significativa para el tamaño de la acumulación nacional; 2) un sector industrial compuesto mayormente por capitales ineficientes por su tamaño y con una prácticamente nula capacidad de competitividad internacional; 3) la fuerza de trabajo es vendida sistemáticamente por debajo de su valor, y se expande sistemática y crecientemente una población sobrante para las necesidades de valorización media del capital; 4) el endeudamiento externo, público y privado, como recurso último para el sostenimiento de la acumulación nacional.

En criollo: Argentina es un mercado chico, con un sector productivo muy potente (el campo) y el resto (casi todos) ‘ineficientes’ que sucumbirían en la competencia capitalista sin la intervención del Estado. Con una clase obrera muy barata: salarios bajos (la otra clave de esa supervivencia) y una inmensa masa de desposeídos que necesita ser reproducida por el Estado.

En las condiciones actuales, los capitales individuales no sobrevivirían si tuvieran que pagar la salud, la educación, el transporte, etc. de sus obreros. Aunque parezca lo contrario, la clase capitalista es la primera que necesita de esa acción estatal intervencionista que suele denostar. Su impulso incontenible por la obtención de ganancia le impide ver que esa es la forma que ha tomado el Estado para fagocitar la acumulación capitalista.

Esta necesidad del desarrollo capitalista en Argentina -la creciente estatización de la vida social- es expresión de un fenómeno mundial, que se va agudizando cada vez más. El Estado necesita desarrollar y extender las ‘políticas públicas’ imprescindibles para la supervivencia de capitales individuales ineficientes -en el marco de una competencia cada vez más voraz-, y, al mismo tiempo, coadyuvar la reproducción de una porción creciente de la clase obrera para no estrangular el proceso de acumulación; tanto a la población desocupada como a las fracciones ocupadas cuya fuerza de trabajo se vende sistemáticamente por debajo de su valor, aun en los momentos de expansión. Para que el salario tenga un poder adquisitivo que permita reproducirla a un nivel que no trabe la acumulación y que al mismo tiempo no se transforme en un problema político constante, el Estado provee a través del gasto público determinados bienes y servicios en forma gratuita o a un precio muy inferior al de mercado. Es lo que llaman ‘redistribución de los ingresos’.

Esta política propiamente capitalista es presentada de manera invertida por la quintaesencia del relato kirchnerista: la riqueza generada por la clase obrera y expropiada por la burguesía y el Estado -o sea la apropiación gratuita del trabajo ajeno- es reivindicada ahora como una distribución del capital en beneficio de los trabajadores.

Pero, con todo, en el desarrollo histórico concreto la acumulación de capital en Argentina ha llevado a la clase obrera a condiciones de reproducción cada vez más degradadas. Que el gasto público -en particular el destinado a la reproducción material de la fuerza de trabajo- y la generalidad de las esferas del Estado se hayan expandido, incluso a una velocidad superlativa, no implica necesariamente una mejora en las condiciones de reproducción, desde el punto de vista histórico. Al contrario, el incremento sostenido del gasto estatal expresa las enormes dificultades de reproducción social de vastos sectores de la población bajo la forma privada, que sería la “natural”. Expresa que hay necesidades sociales insolventes que el Estado puede afrontar de manera limitada en ciertos momentos. Es la acumulación capitalista la que genera la necesidad de una creciente intervención del Estado.

Las crisis, que han sido muy recurrentes -sobre todo en el último período-, profundizan cada vez con mayor violencia esa impotencia para resolver las necesidades del conjunto de la población, y además ponen en cuestión la viabilidad de la mediación estatal capitalista. Esos momentos, en los que el Estado necesita “socializar” las pérdidas para que la acumulación se reanude con violentos recortes, no contrarían el fenómeno sino que lo reafirman. Siempre que pudo, el Estado se expandió (incluso más rápido que el PBI); y siempre que lo requirió el capital, se contrajo violentamente.

¿Por qué la evolución de los ingresos no puede seguir el ritmo del gasto? Por las mismas razones, o sea por los profundos problemas que atraviesan el capitalismo argentino. El Estado exprime lo más que puede a la clase obrera, especialmente a la fracción con mayores salarios (que tienen una presión impositiva altísima), que de todos modos es minoritaria frente a las grandes masas de salarios precarios y planes asistenciales. No puede apretar demasiado a los capitales débiles, que son la mayoría. La renta agraria no alcanza para compensar la impotencia generalizada. En el último reducto, banqueros, rentistas y compañía gozan de la complacencia propia de la gestión típicamente capitalista del Estado. De conjunto, una presión fiscal al límite en términos de “competitividad”, al tiempo que reproduce el sistema, lo estrangula.

El panorama se completa con el financiamiento del déficit. No hay política más capitalista que la recurrencia al déficit fiscal. El déficit siempre lo paga -y con mayor onerosidad- la clase obrera. Sea ante organismos externos o internos, ante públicos o privados, con sobrevaluación monetaria o con inflación; como sea, toda forma de resolver el déficit siempre es soportada por la clase obrera como último mecanismo de ‘transferencia’ de riqueza de un polo de la relación al otro. Los planteos liberales de quitarle al Estado el papel que ha asumido en el proceso de acumulación son, antes que nada, abstractos. Es imposible que el Estado pueda revertir este proceso de expansión sin que se prenda fuego todo. Dicho de otra manera: ningún gobierno capitalista podría hacer algo demasiado diferente a lo que ha hecho el kirchnerismo (y el macrismo) en cuanto a la expansión del gasto.

Luego, expresan los intereses inmediatos de ciertos capitales individuales -bajo el eufemismo de la libre competencia-, pero no reparan en que la mayoría de las empresas a las que representan sobreviven gracias a la acción del Estado, y esto incluye no sólo subsidios sino todo tipo de protecciones y beneficios -como el “beneficio” de contar con un mercado laboral recontra precarizado. Se quejan de la “presión fiscal”, pero sobreviven gracias a esa presión fiscal, la que se ejerce sobre los capitales agrarios y principalmente sobre los trabajadores (el famoso régimen impositivo “regresivo”). Se quejan de la expansión del gasto social, pero si el Estado no abarata la mano de obra se vuelven inviables. Con estas recetas, no tienen ninguna perspectiva en el largo plazo, y por eso son, en sus propios términos, recetas suicidas. Ni que hablar de las consecuencias para la clase obrera.

¿Cuál es la conclusión, si consideramos que Argentina tiene problemas muy serios como recorte nacional de acumulación de capital, que pierde peso en el mercado mundial, que empeoran sus índices vitales, que la reproducción social se torna cada vez más degradada? Aunque suene antipático, es evidente que bajo una organización capitalista de la sociedad Argentina no tiene salida –por lo menos una salida para el conjunto de la población. Todas las recetas capitalistas han fracasado, incluida la del kirchnerismo. Después de “la mejor década de la historia argentina”, hay muy poco que festejar, en tanto los resultados sociales de doscientos años de historia no sólo no han podido revertirse sino que se han profundizado.

El capitalismo argentino tiene poco que ofrecer a las grandes mayorías. Los problemas son extremadamente serios y se torna imperiosa una profunda transformación social. En contraste con esta necesidad evidente, los planteos de “normalización” de la economía, reducción del gasto público, “sinceramiento” de tarifas, “honrar” la deuda, devaluación más acelerada, en suma: ajuste, se encuentran en pleno desarrollo, en el marco de la presente contienda electoral. Es la salida típica del capital para los momentos de “agotamiento” de la expansión: la socialización de las pérdidas. Ya conocemos sus resultados.

Por eso la acción del conjunto del pueblo trabajador no puede estar orientada por estas recetas supuestamente “viables”. En lo inmediato tiene que defender el gasto estatal como la forma concreta en que hoy se reproduce su vida. En las condiciones actuales, toda propuesta de “recortes” será en detrimento suyo. Pero es imprescindible que eleve su política hacia un cuestionamiento de las bases mismas de la reproducción social nacional, y del papel que le toca en ella. Porque el problema tiene nombre y apellido: se llama capitalismo. “Ese caballero que no desea que lo llamen por su nombre”, como dijo Bretch.