Por: Nicolás Cachanosky
Tras tres décadas desde la vuelta a la democracia, el kirchnerismo se asoma al fin de su período con una situación económica con serias complicaciones e incluso con la posibilidad de terminar con otro default internacional. De hecho, las tres décadas democráticas estuvieron signadas por serios problemas económicos como la hiperinflación de fines del 80, la crisis del 2001 y los actuales desequilibrios monetarios. Sin embargo no hay nada nuevo bajo el sol en lo que concierne al origen de los problemas económicos de las últimas tres décadas, que estuvieron marcadas por el mismo problema: déficit fiscal, déficit fiscal y déficit fiscal…
Analizar el caso argentino con énfasis en políticas públicas sin poner la lupa en el problema del déficit fiscal es pasar por alto el problema de fondo. Es como sostener que el problema del adicto al alcohol son los síntomas, o la marca que consume, pero no la adicción al gasto público. El problema de errar en el diagnóstico es que fácilmente puede llevar a proponer solución aquello mismo que produce el problema en primer lugar. Una nueva ronda de tragos para combatir la resaca no es una solución de largo plazo. Ciertamente, tener déficit fiscal algún que otro año no es un problema serio, como no lo es tomarse una copa de vino durante la cena, el problema es la acumulación de déficits fiscales a niveles insostenibles. El problema no es la copa de vino, es la sumatoria. Expandir el gasto público para combatir las secuelas de una crisis de origen fiscal difícilmente lleven a buen puerto.
Cuando Menem asume la presidencia la emisión monetaria ya no era un medio efectivo para financiar el gasto. El gobierno de Alfonsín ya había agotado esa herramienta llevando al país a un caso inédito de hiperinflación. La “maquinita” ya no era una herramienta viable para financiar al Tesoro. Luego de algunos traspiés, el nuevo esquema de convertibilidad le ató las manos a un banco central incapaz o desinteresado en proteger el valor de la moneda. El desequilibrio fiscal, sin embargo, no desapareció. Lo que se modificó fue la fuente de financiamiento. El adicto al déficit fiscal cambió su bebida de elección sin modificar su dañino comportamiento. El proceso de privatización implicó un ingreso de recursos por la venta de activos y la eliminación de empresas estatales fiduciarias a cambio de empresas contribuyentes al fisco. El proceso de privatización (algunas bien hechas, otras mal hechas) no tuvo nada que ver con un súbito ataque de “neoliberalismo” en el peronismo de turno, sino que tuvo que ver con serias necesidades de recursos. Ya no causa sorpresa que el mismo partido (en algunos casos los mismos políticos) que defendieron las privatizaciones hayan defendido las nacionalizaciones del gobierno K siempre y cuando esto permita patear hacia adelante los problemas de caja.
La venta de activos, sin embargo, posee un límite, eventualmente ya no quedan activos por privatizar. La otra fuente importante de recursos a lo largo de los 90 fue la toma de deuda con organismos internacionales. Dada la ley de convertibilidad, el BCRA no estaba autorizado a emitir pesos sin la correspondiente entrada de dólares (situación convenientemente flexibilizada a medida que pasaban los años.) El gobierno, en lugar de financiarse con el BCRA, lo hacía con los organismos internacionales. El gobierno de Menem no solucionó el problema del gobierno de Alfonsín, sino que encontró una nueva manera de prolongarlo en el tiempo. Es un error de diagnóstico ver en los 90 un gobierno “neoliberal” (alcanza con ver cuántos puntos de la receta neoliberal del Consenso de Washington no se cumplieron) por el contrario, fue una época típicamente keynesiana, donde el gasto público tuvo precedencia sobre el equilibrio fiscal.
De la misma manera que la emisión monetaria no es sostenible de manera indeterminada, tampoco lo es la deuda pública en dólares. Eventualmente el peso de la deuda fue tal que el sistema colapsó en el 2001. Entre 1991 y el 2001 el gasto público aumentó un 90.8%, el PBI lo hizo en un 49.3%. Es decir, la deuda pública creció casi al doble de velocidad de la economía. Imagínese lo que pasaría con sus finanzas personales si aumenta el gasto de su tarjeta de crédito un 90.8% en este período pero sus ingresos sólo lo hacen un 49.3%. Eventualmente el banco le va a cortar el crédito y pedirle que salde su deuda. Ahora lleve ese problema a dimensión país: el resultado es la crisis del 2001. La irresponsabilidad financiera a escala familia no deja de serlo a escala país. La diferencia es que usted no puede defaultear y trasladarle el costo a sus acreedores, que es lo que hizo el gobierno en el 2001.
Como es costumbre política, cuando el déficit fiscal se vuelve insostenible priman las medidas de corto plazo sobre las soluciones de fondo. En lugar de equilibrar las cuentas fiscales, se prefirió declarar un histórico default internacional (vitoreado cual “barra brava” en el honorable Congreso de la Nación), instaurar dos corralitos, y proceder con una devaluación que llevó el tipo de cambio de 1ARS = 1USD a 3ARS = 1USD. Estas medidas lo que hicieron fue transferir el costo del ajuste a los acreedores externos, a los importadores y a los tenedores de pesos. Cuando por impericia o desinterés en el manejo fiscal se llega a un punto crítico como lo fue el 2001, donde ya no es posible pasarle el problema al próximo gobierno de turno, el debate no es si debe o no hacerse un “ajuste”, sino quien va a pagar el ajuste dado que el mismo es inevitable. El gobierno K, en cuyo relato reniegan de aplicar una ajuste, de hecho produce un duro ajuste al imponer un cepo cambiario, una inflación real superior al 20%, cerrar virtualmente las importaciones, tener una deteriorada infraestructura energética y de transporte, etcétera. Los gobiernos suelen preferir trasladar el ajuste a sus representados antes que hacerse cargo de sus propios desmanejos económicos.
Gracias a la devaluación y al default, los primeros años post 2001 mostraron superávit gemelos (fiscal y comercial). Pero dos problemas quedaron irresueltos. En primer lugar, más allá del atraso cambiario a fines de los 90, la devaluación de Duhalde no equilibró el mercado externo, sino que se pasó de un atraso cambiario a un adelanto cambiario. Esto produce rentabilidades artificiales en el sector exportador, que no dudará en reclamar socorro al estado partenalista bajo el nombre de “tipo de cambio competitivo” cuando la rentabilidad artificial comience a reducirse hacia su real valor de mercado. Bajo el esquema 1ARS= 1USD, uno puede comprar bien por 100ARS en Argentina o 100USD en el exterior. Bajo un esquema de 3ARS= 1USD los precios domésticos aumentan hasta que el precio local es 300ARS y el internacional es de 100USD. Es decir, se vuelve a una situación similar a la del “1 a 1.” Comprar a 300ARS en Argentina o a 100USD en el exterior es lo mismo dado el tipo de cambio 3ARS= 1USD. Pueden cambiar los números, pero la situación económica es la misma a la del “1 a 1.” Esto explica la alta inflación de los años post-crisis.
El segundo problema que quedó sin resolver fue el del gasto público, que eventualmente erosionó el superávit fiscal. El problema de fondo de las dos décadas pasadas fue repetido una vez más sin desviarse del libreto. Así como en los 90 el menemismo tuvo que cambiar la fuente de financiamiento del gasto público y se recurrió a la venta de activos (privatizaciones) y deuda pública, el gobierno K también tuvo que cambiar sus fuentes de financiamiento. En lugar de privatizar, se confiscaron (con procesos de dudosa constitucionalidad) cajas y flujos de fondos siendo el caso de las AFJP posiblemente uno de los casos más claros. Dado el cierre al mercado financiero internacional, se procedió a tomar deuda cara con Venezuela y cancelar deuda barata (con el FMI), aumentar la presión impositiva a niveles asfixiantes (cómo en el intento de la Resolución 125) y hacer uso una vez más del BCRA para financiar al Tesoro. Todo esto son síntomas de que en los últimos 30 años la Argentina persiste en cometer el mismo error sin atender a los motivos de fondo.
El radicalismo de Alfonsín, el peronismo de Menem y el peronismo K ofrecen en términos de desmanejo fiscal la misma receta. Las diferencias en política económica no se debieron a diferencias ideológicas o partidarias, sino a las circunstancias económicas de cada momento que impedían ciertos métodos de financiamiento del déficit fiscal, viéndose obligados a buscar métodos alternativos. El adicto al alcohol puede verse forzado a cambiar de barman si su bar predilecto se encuentra cerrado, pero no por ello soluciona su adicción. La inflación de fines de los 80, la deuda pública de los 90 y la inflación actual no cayeron del cielo, sino que tienen su origen en gobiernos adictos a las políticas populistas que le llevan a descuidar el equilibrio fiscal necesario para un sendero de crecimiento estable a largo plazo.
Cambiar el método de financiamiento del déficit fiscal no soluciona el problema, simplemente le cambia el maquillaje. Creo que fue un ministro español quien dijo que el déficit fiscal no es de derecha ni de izquierda, ni del socialismo ni del libre mercado, es de gobiernos eficientes. Los serios problemas económicos que afligen al país hoy día no hay que buscarlos en discursos ideológicos, conspiraciones internacionales ni grupos concentrados de poder. El problema tiene nombre y apellido: déficit fiscal. La clase política dirigente debe mirarse en el espejo si quiere encontrar la causa de los problemas económicos del país.