Cuando suene el timbre

Graciela Adriana Lara

“Los alumnos decidirán si ingresan al aula cada vez que suene el timbre”. El titular, que pertenece al diario Elentrerios.com, podría ser un chiste. ¿El tiempo verbal es correcto? ¿Se trata de una publicación satírica? ¿De una ficción?

La nota detalla (y critica) una propuesta simple: Los alumnos podrán, además de contar con casi cuarenta inasistencias durante el año para utilizar a gusto y placer, decidir su asistencia a clases durante la jornada educativa. “Me gusta Matemáticas, voy”. “No me gusta, me quedo andá a saber dónde y bajo la responsabilidad de quién (haciendo vaya a saber qué cosa)”. Esta propuesta (y muchos otros proyectos y directivas acerca de lo que debe suceder dentro de una escuela) se basa en la inclusión entendida en su forma más aberrante: estar, de vez en cuando, algunas horas adentro de un edificio escolar.

La opinión acerca de si es placentero, divertido o fácil estudiar no parece haber cambiado con el tiempo. No es raro escuchar a los adultos decir: “Cuando era adolescente, estudiaba porque en mi casa, si me llevaba alguna materia, cobraba”. No se estudiaba por gusto, en general era por obligación. En otras épocas, llegar tarde, hacerse la rata, no aprender adrede eran la excepción y no la regla.

No olvido la educación en tiempos de dictadura militar. Por supuesto, no estoy añorando tiempos espantosos repletos de censura y de miedo. Escribo sobre inclusión y sobre cómo cambió la tarea de enseñar, palabra que ha adquirido un matiz negativo a causa de un pasado que no debemos olvidar ni repetir.

Un adolescente del siglo XXI es diferente a los que vivieron en otras décadas, porque el contexto en el que se inserta es diferente. Las familias cambiaron y la tecnología brinda posibilidades que antes no existían, pero la adolescencia continúa siendo la etapa de ebullición, de torpeza corporal, de confusión y desazón, de enamoramientos. Creer que un adolescente, por el mero hecho de que tiene un celular en la mano, está capacitado para decidir si aprende o no en la escuela es una verdadera ingenuidad. Los jóvenes de hoy continúan necesitando la guía de los adultos, la sensación de seguridad que dan los límites claramente demarcados, las obligaciones, derechos y responsabilidades. El adolescente vive en el presente, rara vez piensa en el futuro, aunque sea el propio. Sencillamente, porque es adolescente.

En lugar de permitir que los chicos no ingresen a las aulas, mejoremos lo que sucede dentro de ellas. El adolescente ideal que maneja su presentismo, su trayectoria escolar, su aprendizaje e intereses y planifica su futura carrera profesional no existe. Eso lo hacen los adultos jóvenes que recibieron una educación adecuada durante su adolescencia.

A la manera de quien ideó el proyecto entrerriano, podríamos proponer absurdamente abrir dentro de las escuelas salones de contención inclusiva. Se solucionaría el dramático problema docente de evaluar y calificar situaciones incalificables todos los santos trimestres, de un plumazo. Podríamos cambiar las planillas (que muchas veces dicen “año 19” y “bolilla N” y traen demasiados casilleros) por otras multicolores, alegres, donde no hubiera aprendizajes que medir sino emoticones divertidos. Los docentes (o los compañeros) podrían decirle a los alumnos que no desean participar de las clases o están perturbando el clima áulico : “Estimado, ¿no prefiere retirarse al salón de contención inclusiva a hacer lo que está haciendo, para que podamos continuar con la clase?0”

La mayor objeción a este tipo de ideas es que, si continuamos presentando el aprendizaje como hasta ahora, probablemente  quedarán muy pocos chicos adentro de las aulas, aunque quizás para los ideólogos de las propuestas de este tipo eso no sea un problema. Otro detalle que se me ocurre tiene que ver con que en el modelo de examen de ingreso de la Universidad de la Matanza del año pasado, por tomar un ejemplo al azar, hay un texto de Teun van Dijk. Los chicos que elijan no entrar, probablemente, no lograrán comprenderlo. Tampoco podrán cumplir con la pretensión de esta y otras universidades acerca de la corrección ortográfica y la producción de textos coherentes.

Ni los niños ni los adolescentes están capacitados para decidir no aprender, aunque la afirmación suene autoritaria. El chico que toma estas decisiones y se abandona al mero vegetar adentro de un edificio intentará en un futuro acceder a la universidad y no podrá. Intentará leer y no entenderá. Se presentará a una entrevista de trabajo y no lo conseguirá. Y, además de lamentar el haber tomado tan malas decisiones durante su adolescencia, culpará a los adultos responsables de su educación por habérselas permitido, con toda la razón del mundo.

Es hora de tomar el problema de los cambios que se necesitan en la escuela secundaria de forma seria. Relajar normas básicas únicamente excluye. Interpretar cualquier límite como autoritarismo o el aprendizaje como algo banal e innecesario excluye. Vaciar de significado el horario de entrada, el sonido del timbre, la puntualidad y la participación en las clases excluye. El adolescente del siglo XXI expresa la confusión de valores y comportamientos contradictorios de muchos adultos del siglo XXI, que creen que educar a un joven consiste en librarlo a su buena suerte, que es lo mismo que dejarlo solo.