Por: Adriana Lara
A veces me toca presenciar el cambio de conducta, pero lo que más me impresiona es el cambio en el rostro. Caritas que aplaudieron entusiastas el final de alguna lectura, que bajaron ojos emocionados al recibir elogios, se vuelven grises. La mirada pierde el aura que le da la inocencia, se vuelve turbia. Y el chico, luego de pasar más o menos años “portándose mal” dentro del aula, corta la conexión con la escuela, porque ahora siente vergüenza.
El abandono no es abrupto, pero tarde o temprano sucede. Lamentablemente, la escuela gimotea aliviada ante otro problema espantoso que fue incapaz de resolver.
¿Qué se hace dentro de un espacio cerrado con 20, 25, 30, 35 o más adolescentes que provienen de diversas realidades? Chicos que saben (o no saben) distintas “cosas escolares”, que se niegan a quitarse los auriculares y a abandonar sus celulares (“un ratito, es porque estoy explicando algo importante y quiero que entiendas, por favor”), chicos que se duermen cerrando los ojos más o menos, porque se quedaron toda la noche navegando en internet, buceando, buscando y buscando en el único campo que creen despejado y que en realidad está plagado de peligros y es el campo de centeno, pero sin guardián.
Cuando la escuela respira impotente, me agobian las preguntas y me pierdo yo también. ¿Qué hace un adulto ahí encerrado, rodeado de adolescentes que no quieren estar ahí, que se sienten mal por cualquier tipo de razón, que están enojados por cualquier otro tipo de razón, que se comportan en forma extraña, porque quizás consumieron alguna sustancia prohibida, que se aburren soberanamente, que no le ven sentido alguno a estar ahí, pero tampoco al estar en algún otro lugar en ese exacto momento?
Esta semana me la pasé escuchando dentro de mis aulas que los jóvenes muertos en la fiesta electrónica eran unos “chetos que se habían drogado mal” y que debían “joderse” (aunque “pobres, las familias”). Ninguno de mis alumnos se considera cheto, así que ignoro qué habrán razonado en aquellas otras aulas que jamás pisé, donde los adolescentes experimentan realidades “chetas” que ignoro. Mis alumnos son pobres. Muchos trabajan desde su infancia. Saben lo que es el hambre, lo que duelen los golpes, la discriminación y la indiferencia, que no se confunda el lector ante el detalle de los auriculares y el celular. Muchos conocen el mundo de la noche adulta desde mucho antes de ser adultos. Saben de alcohol, cigarrillos, marihuana, paco. Algunos son padres y madres, a pesar de que no han dejado de ser casi niños. “Drogarse bien”, decían. Me hicieron enojar, pero reaccioné. La pregunta dejó de ser retórica, patética y existencial para volverse significativa: “¿Qué hace un adulto dentro del aula?”. Educa. Habla con los adolescentes, se comunica con ellos, los escucha, les contesta, los ayuda a encontrar el camino personal para desenmarañar el hilo del razonamiento propio y el pensamiento crítico, que está vagando por entre el centeno en soledad. Intenta que permanezcan, que no se pierdan.
Los fracasos son estadísticamente mayores a los éxitos: la cantidad de alumnos que egresan de la escuela secundaria y sus desempeños académicos lo demuestran. Si un alumno aprobó todas sus materias y egresó luego de, por lo menos, doce años de educación formal sin comprender lo que lee, algo muy grave está pasando y tiene que ver con que existe una contradicción entre la ponderación de los contenidos mínimos obligatorios que el alumno ha alcanzado cada año y la forma en que se lo evaluó y promocionó.
El de las drogas es un problema más que se suma al “clima inapropiado dentro del aula” y la vuelve un lugar inhóspito y complicado, pero me parece más fácil resolver por parte de las autoridades este tema que la enorme desidia en la que se han envuelto los chicos desde que el mundo de los adultos ha decidido abandonar sus tareas de guardián y los ha dejado solos.
En las escuelas necesitamos ayuda urgentemente. Las preguntas se vuelven retóricas y los docentes a veces nos agotamos en ellas, de puro cansancio por desgañitarnos en soledad gesticulando como locos ante molinos de viento.