A veces me toca presenciar el cambio de conducta, pero lo que más me impresiona es el cambio en el rostro. Caritas que aplaudieron entusiastas el final de alguna lectura, que bajaron ojos emocionados al recibir elogios, se vuelven grises. La mirada pierde el aura que le da la inocencia, se vuelve turbia. Y el chico, luego de pasar más o menos años “portándose mal” dentro del aula, corta la conexión con la escuela, porque ahora siente vergüenza.
El abandono no es abrupto, pero tarde o temprano sucede. Lamentablemente, la escuela gimotea aliviada ante otro problema espantoso que fue incapaz de resolver.
¿Qué se hace dentro de un espacio cerrado con 20, 25, 30, 35 o más adolescentes que provienen de diversas realidades? Chicos que saben (o no saben) distintas “cosas escolares”, que se niegan a quitarse los auriculares y a abandonar sus celulares (“un ratito, es porque estoy explicando algo importante y quiero que entiendas, por favor”), chicos que se duermen cerrando los ojos más o menos, porque se quedaron toda la noche navegando en internet, buceando, buscando y buscando en el único campo que creen despejado y que en realidad está plagado de peligros y es el campo de centeno, pero sin guardián. Continuar leyendo