A veces las concepciones mentales que la gente tiene de la escuela chocan con la realidad. Una de ellas es la que tiene que ver con el funcionamiento de la disciplina y las sanciones que debieran aplicarse ante la violación de las reglas. Cuando ocurren situaciones extremas que llegan a los medios de comunicación, la sociedad asiste estupefacta a relatos que, fuera del contexto actual, hacen que los comportamientos de las autoridades de las escuelas parezcan carentes de sentido. Recuerdo el caso de lo que hicieron algunos alumnos del Colegio Nacional dentro de la Iglesia de San Ignacio de Loyola el pasado septiembre, por ejemplo, o el conjunto de padres que decidió hacer justicia por mano propia y golpeó al papá de un niño de 11 años, presuntamente acosador, en la puerta de una escuela de Caballito, en noviembre. ¿Qué es lo que reclamaba la gente en esos casos? La expulsión de los alumnos en cuestión.
Es cotidiano, para los que trabajamos en las escuelas, que padres y alumnos reclamen sanciones que años atrás eran consideradas como lo correcto y aún están legitimadas en la opinión de gran parte de la sociedad. Amonestaciones, jefes de disciplina, expulsiones y penitencias más o menos creativas están naturalizadas desde más allá de los tiempos de Juvenilia, en donde Cané cuenta su adolecer de adolescente ungido de la famosa arenilla dorada. Además del sencillo hecho de que el niño o el adolescente de hoy vive y se comporta de modo acorde a una realidad absolutamente diferente a la de las generaciones anteriores, existió un cambio de paradigma en el tratamiento e interpretación de cuestiones disciplinarias y ese cambio está vigente en la escuela actual.