Por: Adriana Lara
A veces las concepciones mentales que la gente tiene de la escuela chocan con la realidad. Una de ellas es la que tiene que ver con el funcionamiento de la disciplina y las sanciones que debieran aplicarse ante la violación de las reglas. Cuando ocurren situaciones extremas que llegan a los medios de comunicación, la sociedad asiste estupefacta a relatos que, fuera del contexto actual, hacen que los comportamientos de las autoridades de las escuelas parezcan carentes de sentido. Recuerdo el caso de lo que hicieron algunos alumnos del Colegio Nacional dentro de la Iglesia de San Ignacio de Loyola el pasado septiembre, por ejemplo, o el conjunto de padres que decidió hacer justicia por mano propia y golpeó al papá de un niño de 11 años, presuntamente acosador, en la puerta de una escuela de Caballito, en noviembre. ¿Qué es lo que reclamaba la gente en esos casos? La expulsión de los alumnos en cuestión.
Es cotidiano, para los que trabajamos en las escuelas, que padres y alumnos reclamen sanciones que años atrás eran consideradas como lo correcto y aún están legitimadas en la opinión de gran parte de la sociedad. Amonestaciones, jefes de disciplina, expulsiones y penitencias más o menos creativas están naturalizadas desde más allá de los tiempos de Juvenilia, en donde Cané cuenta su adolecer de adolescente ungido de la famosa arenilla dorada. Además del sencillo hecho de que el niño o el adolescente de hoy vive y se comporta de modo acorde a una realidad absolutamente diferente a la de las generaciones anteriores, existió un cambio de paradigma en el tratamiento e interpretación de cuestiones disciplinarias y ese cambio está vigente en la escuela actual.
Sumado a las decisiones que pueden tomar los directivos, existe en las escuelas (o debe existir) el Consejo Institucional de Convivencia. Este Consejo debe estar conformado por un conjunto de profesores elegidos como referentes por cada curso, un preceptor, alumnos delegados y subdelegados electos de igual manera y, dependiendo de las características de cada institución, puede integrar auxiliares y papás. El Consejo debe ser coordinado por un docente de la institución, preferiblemente electo por sus pares. En una situación ideal, el coordinador debería percibir un salario y ser un profesional psicopedagogo, psicólogo, mediador, etcétera. La gran mayoría de las veces (quizás haya situaciones que desconozco), el docente coordinador se vale de sus buenas y desinteresadas intenciones, su tiempo y su sentido común.
El Consejo de Convivencia tiene que ver con un modelo democrático de inclusión y de reflexión sobre las normas y el incumplimiento de las mismas, y llevado adelante en forma eficaz, en mi opinión, además de ser un órgano fundamental de resolución de problemáticas cotidianas es un generador que propicia situaciones ricas para desarrollar el pensamiento crítico de los alumnos. En estos momentos en donde la violencia asoma o irrumpe por todos lados, ser delegado de un curso puede ser para un chico una experiencia que lo enfrente con la necesidad de elaborar y defender una argumentación. Doy un ejemplo concreto que resuelve un problema cotidiano (y no un caso extremo como los mencionados en el primer párrafo, que exceden lo que pueda hacer un Consejo de Convivencia por sí solo y demandan ayuda del gabinete psicopedagógico, de directivos, autoridades y familias): un profesor ingresa en el salón de clases de un 3er año. Un alumno, recostado sobre su mesa, habla por teléfono. Todos deambulan, la mayoría, celular en mano. Una vez allí, continúan usando el celular apoyándolo en sus piernas, más o menos escondidos. Tres alumnos tienen colocados unos auriculares gigantescos, como de disc-jockeys, otros usan los que son pequeños, la gran mayoría los deja colgar de bolsillos o cuellos. El profesor se dirige al alumno que está sobre la mesa: ¡González! (siempre hay algún González) ¡Estamos en clase!
Y ahí empieza la interminable pulseada, que durará más o menos minutos, según la personalidad que despliegue el profesor en cuestión: “Es mi abuela, que está internada”, “Mi mamá me puede llamar en cualquier momento porque está por morir mi… mi abuela” (siempre las abuelas, eso es atemporal), “No puedo, profe, soy adicto al celu”, “Yo estoy tranquilito así y no molesto a nadie”, “No quiero”, “Tomátelas” (sí, al profesor), etcétera. Norma: no se puede usar en el aula celulares, auriculares, en forma indebida.
La norma es sencilla y la dicta el sentido común: ningún alumno puede aprender nada en clase si está jugando online o escuchando música. La propuesta es votada y aprobada: cada delegado llevará una caja al salón en donde se depositarán voluntariamente los aparatos “para no caer en la tentación de usarlos”. ¿Qué pasará si un alumno incumple la norma? Deberá entregar el aparato en cuestión en dirección y le será devuelto a sus padres. Todos satisfechos en el Consejo porque se terminarán la pérdida de tiempo y las discusiones interminables sobre el bendito tema (sólo los lectores que trabajan en las escuelas públicas entenderán la magnitud de este problema moderno). Finaliza la reunión.
En mi ejemplo, las dificultades comenzarán al trasladar las decisiones en el aula (y no está mal que eso suceda). Muchos alumnos pondrán el grito en el cielo y no querrán dejar de utilizar su música y juegos durante todo el tiempo. En ese momento será necesario que los profesores respaldemos a los delegados y a las decisiones del Consejo, que conversemos en clase sobre el por qué de lo que se ha establecido y, fundamentalmente, que nos informemos y no desautoricemos la norma en ningún sentido. Si estamos personalmente en desacuerdo con algo o tenemos sugerencias, podremos dirigirnos al coordinador o participar en una reunión del Consejo para proponerlas.
Para finalizar, enunciaré algunas sugerencias para aumentar la eficacia del Consejo de Convivencia:
- Crear un grupo de Consejeros voluntarios. Los alumnos de años inferiores suelen escuchar a sus pares “grandes” con más atención que a sus profesores cuando se trata de problemas cotidianos. Además, de este modo se reduce la brecha que produce la edad y se promueve el intercambio de experiencias, el diálogo y el sentido de pertenencia a la institución.
- No limitar las funciones del Consejo a impartir sanciones reparadoras, sino extender sus atribuciones a actividades de fomento y prevención. Si el Consejo está presente todo el tiempo en las formas de organizador de concursos, recaudador de dinero para comprar regalos y mejoras para la escuela, si los padres intervienen activamente, los alumnos lo considerarán algo útil y que los representa, y volveremos a esa noción tan saludable que teníamos cuando los de cierta edad éramos adolescentes y adolecíamos: “Existe una regla, si la rompo deberé enfrentar X consecuencias y hacerme cargo”. De eso se trata el Consejo, de enseñar a respetar normas, de darle sentido a las mismas y de que si alguien tomó la decisión de transgredirlas, enseñarle a hacerse cargo.
¿Se puede “hacer reflexionar” a los alumnos que dañaron la Iglesia de San Ignacio de Loyola? ¿Se puede hacer algo para que cambie ese nene de 11 años acusado de ser violento? Repito: el Consejo de Convivencia en soledad no puede hacer nada significativo en esas situaciones; la resolución de problemas graves demanda la intervención de la comunidad educativa en pleno. Hechas las preguntas anteriores en un trabajo de investigación a modo de “sanción reparadora”, una alumna contestó: “mi papá me contó que mi abuelo le hizo lo de la letra con sangre entra. Es más fácil pegarle un cachetazo a un chico o echarlo que tomarse el trabajo de sentarse tranquilo y conversar con él, preguntar por qué pasó lo que pasó… Él hizo eso conmigo hoy y yo voy a hacer eso con mis hijos cuando los tenga, porque quiero que sean buenas personas y es la única forma de lograrlo”.