Las madres (y los padres) ya no son lo que eran

Los padres no son lo que eran antes. No es un juicio de valor, es una simple observación. Tampoco el mundo es lo que era antes: hace veinte años, hace diez, hace cinco. Las reglas van cambiando, la historia se precipita, los ciudadanos nos vemos envueltos en una avalancha de innovaciones, modificaciones, pequeños detalles o monstruosas diferencias que inciden sobre nuestras vidas. Se produce una mezcla, una interacción. La gente se adapta a los cambios o no lo hace, directamente, y se va formando un mosaico de generaciones, cada una con sus propias reglas y costumbres, con mayores o menores problemas de convivencia.

Detengámonos en los padres, en las madres. Se aproxima el Día de la Madre y carteles y propagandas continúan diciendo lo mismo que hace décadas: las mamás necesitan artefactos  variados para ejercer con mayor liviandad su oficio de ama de casa. Planchas, licuadoras, microondas, lavavajillas te pueden convertir en un mejor hijo. Las mamás “modernas”, jóvenes, delgadas, que aparecen en los comerciales, necesitan telefonía celular de última generación, tablets, netbooks, notebooks. Planchitas para el cabello, maquillajes, perfumes. No se necesita ser especialista para notar que la concepción de lo que debe ser una madre, entendida desde el mundo de los publicistas, al parecer permanece  inmutable. Quizás haya matices: las mejores madres de la actualidad dejan que los hijos se ensucien y salpiquen con harina o barro cualquier superficie de sus inmaculadas casas… porque existen productos limpiadores muy eficaces que sólo ellas manipulan con sus bellas y cuidadas manos y no los quieren estigmatizar: los dejan “ser” en “libertad” (y después, limpian). Una real simplificación de mensajes, cuando se los compara con los que circulan en la vida real.

Los papás y las mamás del siglo XXI difieren según la edad que tengan, más allá de las edades de sus hijos y la clase social a la que pertenecen. Una enorme franja de padres lo han sido cuando eran adolescentes, y es un fenómeno muy interesante analizar cómo se comportan con sus hijos. En la actualidad existen papás que consideran que cuidar, amar y pasar tiempo con los chicos es imprescindible, al igual que darles “un buen ejemplo”. Esos papás, que dicen frases como “Al que madruga, Dios lo ayuda”o “Siempre que llovió paró” y se aseguran de que sus chicos tengan lo necesario en su mochila para ir a la escuela, conviven con otros papás, que consideran que sus hijos saben acerca de todo innatamente y sólo necesitan para su existencia un celular y un poco de bebida y comida. Esta convivencia de “maneras de criar” es un hecho que genera una diversidad en los comportamientos de los niños muy interesante de observar, más que notoria en sus desempeños escolares y respeto por las pautas de convivencia en general.

Hay una enorme cantidad de padres que consideran que ser padre no implica tarea ni compromiso alguno. Eso hace que existan chicos y adolescentes librados a su buena suerte, que se ven obligados a tomar decisiones respecto a cosas que otros chicos ni soñarían, como el color del auto que se comprará su papá, la alimentación que le corresponde, participar en fiestas para adultos, la cantidad de horas que debe estudiar e, incluso, si debe hacerlo o no. Papás y mamás que andan a los chancletazos (por suerte, los menos) educan a su manera junto a papás que no vienen nunca, mamás que despilfarran su sueldo en el bingo, mamás que jamás tienen diez minutos para conversar con alguien porque trabajan 14 horas para mantener la casa, papás que viven en la misma casa que mamá pero han formado otra familia y comparten el mismo techo por una cuestión económica. Siglo XXI, siglo de mezcla de lo antiguo y lo nuevo: la letrina en el baño, el inodoro con cadena y los inodoros inteligentes, térmicos y autolimpiantes… porque la humanidad continúa necesitando ir al baño. Los viejos parados en la puerta abierta, conversando con la gente que pasa, junto a la inseguridad y la paranoia de las puertas blindadas. Una vez perdonada mi comparación escatológica, pregunto por qué no habría de pasar con los papás, que también son una necesidad básica y característica de la humanidad.

Más allá de la eficacia de las  propagandas que no cambian sus métodos para vender licuadoras, hecho que ignoro absolutamente, termino esta reflexión señalando un detalle que no ha cambiado y que se desprende de mi experiencia como docente: el comportamiento de los padres con sus hijos influye en el comportamiento de éstos. Los chicos de antes, en eso, son iguales a los chicos de ahora: necesitan guía, reglas, límites claros, atención, afecto. Mamás y papás que les pregunten cómo estuvo su día, quiénes son sus nuevos amigos, dónde queda la fiesta a donde van a ir esa noche. Mamás que digan que estudiar es genial y ayuden a aprender las tablas de multiplicar, papás que acompañen a jugar a la pelota, a la cancha o, simplemente, a dar una vuelta de manzana, para charlar a solas un ratito. No hay nada como escuchar a alguien en quien uno confía decir eso de que “Siempre que llovió, paró” cuando se tiene un problema, se tenga la edad que se tenga.  En este siglo XXI, que muchas veces prioriza intereses por sobre el de cuidar integralmente a los chicos, jamás debería olvidarse lo fácil que es perder el norte de la brújula: nada hay más importante para el futuro de una Nación que la educación de sus niños y jóvenes.  Nada.

“Mi hijo sabe más que yo”

Durante las últimas semanas, algunas noticias relacionadas con el comportamiento preadolescente y adolescente actual han sido tratadas por los medios de comunicación y repercutido en las redes sociales. Confusa, contradictoria e incoherentemente, se volvió a escuchar de trasfondo el novedoso: “Los chicos de ahora saben más que nosotros” que causa, en mi opinión, más estragos que beneficios y agrega otro obstáculo a los que ya enfrenta la educación formal.

Si uno, como  papá, declara ante su hijo que éste sabe más que él, está abandonando su rol de padre, primero, y de adulto, después. Los niños actuales pueden ser más hábiles que los adultos manejando ciertas tecnologías, por el simple hecho de haber nacido en la era digital. Nada más. Hace unas décadas, hubiera sido impensable hacer semejante declaración acerca de un niño: el mundo de los adultos se presentaba como un universo pleno de secretos, vedados en su totalidad, que se develarían a los 18, primero, a los 21, después. Los papás durante la infancia eran percibidos como los protectores y proveedores. El niño era vestido, alimentado, abrigado, cuidado y educado por los adultos, que velaban por él, y no tenía poder de decisión sobre esas cosas. Cuando se transformaba en adolescente, en ese mundo abstracto que estoy esbozando sin hacer juicios de valor (y que, por supuesto, en la realidad adquiría diversos matices), había un adulto ocupando claramente un rol de autoridad contra quien reaccionar, para oponerse, para pelearse, para rebelarse y adolecer.

La claridad de los roles se ha desdibujado en la actualidad. La televisión e internet han develado el mundo secreto de los adultos, al que se puede acceder haciendo un click a cualquier edad. Los adultos se muestran ante los niños sin pudores como seres imperfectos, defectuosos, vacilantes. Se equivocan, se insultan, se amenazan sentados en silloncitos en los paneles de programas de televisión a las dos de la tarde, usan un vocabulario espantosamente informal en contextos formales, se traicionan, se desnudan. Como una corte de dioses olímpicos, los  adultos del siglo XXI se han humanizado y hacen gala de cada una de sus miserias ante las cámaras de televisión, repitiendo hasta el cansancio que se puede mentir, pero que hay que decir la verdad, se puede defraudar, engañar, traicionar, insultar, que los mejores son los más operados, los más lindos, pero que lo importante es lo de adentro, que lo que vale es la plata, que estudiar no sirve para nada en la vida, pero que hay que estudiar… Cómo vamos a pretender que los chicos que están observando y escuchando atentamente esos mensajes nos vean como ejemplo, como modelo, si el efecto que debemos causar es el contrario. Si el mundo adulto es semejante caos, si “los chicos de ahora la tienen clara” y “saben más que nosotros”, si no hay secretos ni privilegios al “ser grande”… para qué crecer.

Así, se tergiversan los roles, se anulan, se pervierten. Veamos las noticias: los niños pueden elegir qué comer, y se elevan las cifras de obesidad infantil. Los chicos no sólo pueden elegir conducir un cuatriciclo en la playa y ocasionar un accidente, en un caso extremo, un niño de 11 años fue detenido hace unos días mientras conducía con su padre como copiloto por la Autopista Buenos Aires-La Plata. Pudo morir haciendo eso, causar la muerte de los demás avalado por la persona cuyo deber es cuidarlo. Una niña huyó de su casa por haberse peleado con el papá. Pasó la noche en una casa ajena, con desconocidos, y mantuvo relaciones sexuales “consensuadas” con un hombre del doble de su edad. Fue escalofriante para mí como educadora y como madre leer los comentarios de algunos adultos acerca de este suceso que jamás debería haber ocurrido. Una chica de 15 años fue secuestrada por un taxista cuando el amigo con quien estaba se bajó del vehículo. Eran las 6 de la mañana y estaban tomando una cerveza en un bar. Fue violada una chica en un boliche durante una fiesta en donde “vale todo”. La sociedad adulta pasmada ante el significado de ese “vale todo”.

Chicos que beben alcohol hasta “sacarse” en las “previas” en sus propias casas, fuman, andan solos, enardecidos en la noche violenta, en una sociedad que justifica, comprende lo incomprensible. En una sociedad que, al declarar que los chicos saben más que los adultos, lo único que hace es desentenderse de su deber de velar por ellos y dejarlos solos.

Cómo hallar la coherencia entre la escuela y una sociedad así. Toda la estructura descansa sobre conceptos opuestos: en la escuela, los docentes son los adultos responsables. Para que se lleve a cabo el proceso de aprendizaje, los roles deben estar claramente definidos y ocupados: el educador es el docente, que es el adulto que tiene la autoridad, y el alumno complementa la dupla, y debe participar activamente poniendo en juego sus saberes previos, prestando atención. El respeto por las reglas de convivencia dentro de la escuela es fundamental para que se lleve adelante el aprendizaje.

¿Qué es lo que sucede, cuando los niños y adolescentes que viven en un mundo que los deja decidir comportarse como se les antoja y les ha declarado que saben más que los adultos, se enfrentan con la realidad de que deben asumir su rol de alumnos dentro de la escuela? No es una pregunta retórica. Sucede que surge el “clima de aula inapropiado” para aprender. Surgen los problemas para enseñar que enfrentamos los docentes cotidianamente dentro de las aulas.

Se puede poner al educador más preparado del universo al frente de una clase, pero si la sociedad ha decidido que es indigno de ocupar ese puesto, va a ser muy difícil que los alumnos ocupen su rol de alumnos plenamente. Para que la educación formal sea exitosa, se debe buscar la manera de dotar a las escuelas de la investidura de escuela y jerarquizarlas como tales, junto a la comunidad educativa que las compone. Eso no se hace sólo con dinero, involucra cambiar el imaginario social. Un primer paso sería que los adultos volvieran a ocupar su rol de padres y dejaran de asegurar que los niños son los que saben todo. Los chicos deben volver a ocupar su rol de chicos, para ser protegidos, crecer saludablemente, educarse y poder elegir libremente, al ser adultos, su futuro. Una obviedad, que en el siglo XXI, los adultos debemos recordar.