Las “violencias” y la escuela secundaria

Hace pocos días escuché en una reunión de padres una serie de propuestas de alumnos para “sanciones reparadoras” del Consejo de Convivencia y me quedé pensando en una que decía lo siguiente: “Si el alumno ha cometido una falta gravísima, deberá como castigo hacer caso a lo que le digan sus profesores”.

Creo que esa frase dice algo interesante sobre lo que estamos viviendo en las escuelas públicas bonaerenses y que puede relacionarse en cierto modo con lo que el módulo de trabajo destinado a la escuela secundaria Violencias y Escuelas, otra mirada sobre las infancias y las juventudes de UNICEF ha denominado como “las violencias” dentro de la escuela.

Basta con ingresar a un edificio escolar para notar el ruido. El “clima inapropiado” se ha desparramado y extendido, invadido todo, y gran parte de la jornada escolar se dedica a que los chicos ingresen al edificio, salgan al recreo, entren nuevamente a las aulas, tomen asiento, hagan silencio y realicen una serie de actividades que desde el afuera de la comunidad educativa la sociedad ni siquiera pensaría que pudieran generar polémicas.

Actualmente muchos alumnos deben ser persuadidos para que se comporten como alumnos. Los que trabajamos como profesores nos encontramos con una serie de obstáculos a veces dificilísimos de franquear para poder explicar algo dentro de un salón de clases y ser escuchados. Hay ruido. El famoso ruido que entorpece el circuito de comunicación y evita que esta se produzca. Un ruido que puede tomar la forma de risas, conversaciones, actividades que tienen que ver con el esparcimiento, el celular, Facebook, juegos, música, auriculares, ausencias, piñas, insultos, discusiones, llegadas tarde o, simplemente, echarse sobre un banco a dormir. Batallar contra el ruido como interferencia es interpretarlo como una de las “violencias”. Escuchar al profesor no puede ser interpretado como un “castigo”. Dialogando se entiende la gente. A eso se dedica el Consejo de Convivencia de la escuela.

A través del diálogo permanente, de la conversación, de la escucha atenta, el Consejo de Convivencia se yergue como un David atrevido y bienintencionado, gomera de almohadones de pluma en mano para prevenir, mediar, mitigar y solucionar. Bienintencionado porque funciona ad honorem, coordinado por docentes que no son psicólogos (ni psicopedagogos, ni asistentes sociales ni magos) que utilizan tiempo personal para combatir la discriminación, la violencia verbal y física, la venta y el uso de drogas, el alcoholismo, la desidia, el sufrimiento, el abandono y la soledad. Violencias variopintas, en diferentes grados y colores. Las horas libres, causadas por la dificultad de encontrar suplentes o por las enfermedades físicas o mentales que aquejan a los docentes; la falta de respeto absoluta (o casi) hacia los docentes y hacia cualquier adulto que pretenda entablar una relación asimétrica para comenzar a enseñar; el vocabulario inapropiado; los delitos; el mínimo (o casi mínimo) respeto hacia las normas básicas de convivencia que son las que hacen funcionar la institución escolar (y cualquier institución).

Escribir esto parece exagerado. No lo es. Ese conjunto de violencias que han ingresado a la escuela son las que hacen el batifondo que denomino ruido. El ruido es el que hace que el clima del aula sea inapropiado. Y el “clima del aula inapropiado” es el responsable (entre otros factores) de que algunos (¿cuántos?) alumnos no logren aprender y realicen su trayecto, año tras año, sin comprender consignas, sin comprender textos, sin poder realizar operaciones matemáticas simples, y muchos “sin”.

En mi opinión, absurdos como el que sostiene que escuchar a los profesores es un castigo o que a los docentes les disgusta el peinado o el uso de zapatillas por parte de los chicos (¿a quién se le ocurriría afirmar cosas así en un mundo razonable?) contribuyen a la existencia de “violencias. En la actualidad, los docentes  estamos en zapatillas y, la verdad, no tenemos ni medios ni tiempo disponible para ocuparnos de los peinados propios o ajenos. Dentro de la escuela nos encontramos con nuestros alumnos, no con “los adolescentes”, ni con “los otros”. Dentro de la escuela, docentes, autoridades, equipo de orientación, preceptores, auxiliares, padres y alumnos, somos “nosotros”.

Nuestros alumnos forman parte de la comunidad educativa a la que pertenecemos, y si no lo considerásemos así, probablemente no nos dedicaríamos a trabajar con ellos. Y esto, que suena exagerado también, no puede ser más cierto: entre las “violencias” está la de trabajar sin cobrar un sueldo durante meses y meses o recibiendo descuentos erróneos e inesperados; contar con una obra social que deja mucho que desear; estar dentro de edificios donde hace calor, frío o falta todo, hasta la seguridad.

Se preguntarán cuál es para mí la mayor de las violencias que se dan en la escuela. Es la imposibilidad de enseñar y aprender en forma plena. La ineptitud e ineficacia de los adultos para resolver el problema del “ruido que impide que los chicos aprendan y que todos trabajemos en condiciones dignas en muchos sentidos. La indiferencia de una sociedad que ha abandonado a sus adolescentes y les ha inculcado la falsa creencia de que el conocimiento no sirve, de que toda figura de autoridad, todo orden, todo método es algo despreciable. Que únicamente se puede considerar escuchar lo que dice un docente bajo la forma de castigo.

De nada sirve desgarrarse las vestiduras ante una juventud que no está capacitada para cumplir el horario de una jornada laboral o respetar las normas de una empresa. Ante una juventud que se anota en las universidades y los terciarios para continuar sus estudios superiores y fracasa en el intento. De nada sirve añorar las amonestaciones, la época donde los pibes cantaban el Himno Nacional Argentino durante los actos patrios y se dirigían a los adultos mayores con respeto. De nada sirve confundirse y creer que los docentes son adversarios y las calificaciones, algo ofensivo que se transformó en la medición de un simulacro. Se necesita abordar seriamente el estudio de “las violencias” que se viven en las escuelas y solucionarlas una por una para terminar con esta situación y formar una juventud que pueda hacer realidad sus sueños. Y para ello, además de “sanciones reparadoras” y docentes con buena voluntad, se necesitan políticas educativas realistas que sirvan para lograr una verdadera inclusión.

Alumnos adentro, menores afuera

Como si existieran en dos dimensiones absolutamente separadas y extrañas entre sí, están los alumnos y los menores de edad. Dentro de la escuela, el menor de edad se convierte en “alumno”. Para dirigirse a él se utiliza el diálogo sereno, la paciencia, la comprensión. Si algún alumno destruye el mobiliario de la escuela, escribe las paredes y bancos o arroja cosas dentro de los calefactores, por ejemplo, se debe citar a los papás y conversar entre todos para reparar la situación y que no se vuelva a repetir. Personalmente, estoy de acuerdo con que es la manera correcta de enfrentar y resolver el problema. Así es como, en la actualidad, trabajamos los docentes.

Fuera de la escuela, el “alumno” se convierte en “menor”. No es usual que los chicos, cuando están en sus casas, escriban las paredes, las mesas o arrojen cosas dentro de los calefactores. Sin embargo, muchos se portan mal. A éstos, la gente los llama de muy diversas y coloridas maneras, que en general terminan con las palabras “de mier…”. Y, lo que se propone para “disciplinarlos”, es muy diferente (abismalmente diferente) a lo que se dice y hace adentro de la escuela.

“Disciplina” no significa lo mismo en los hogares, en la calle, en la escuela. Los alumnos lo saben.

Un conjunto de adultos que ingresa en una escuela de Quilmes llevando cadenas en sus manos y desmaya a un profesor, le rompe la mandíbula, le rompe un dedo a otro, le da piñas en el pecho a una auxiliar, por el simple hecho de ser pariente de “una alumna” y estar adentro de la escuela, es denominado como “un grupo familiar con el cual hay que trabajar intensamente”. Estoy de acuerdo, evidentemente existe un grave problema allí. ¿Qué sucedería si lo mismo, exactamente lo mismo, pasara en un ámbito que no fuera el escolar? Si un grupo de adultos con cadenas en sus manos ingresara en un Ministerio y lastimara a un conjunto de ministros, al intendente o al gobernador, ¿cómo se lo denominaría?

Qué quiero decir con esto: que la sociedad reacciona diferente ante lo que sucede dentro y fuera de las escuelas. Que existen reglas y métodos diferentes, y eso no trae aparejado nada bueno. Lo que sucedió en Quilmes es un hecho extremo, pero ilustrativo de muchos casos cotidianos que igualmente son violentos. Un alumno “se portó mal”. Se cita a los papás. Algunos padres entablan un diálogo con sus hijos. Otros defienden la conducta inapropiada de los chicos, o, directamente, no concurren a la citación. O, en una actitud opuesta, le dan una paliza al desobediente. La escuela debe enseñar a los padres a dialogar con sus hijos, a interesarse en ellos, a comprender por qué actúan de manera incorrecta, a no utilizar con ellos la violencia en ningún sentido. Sí, la escuela también hace eso en este momento.

Es época de mensajes contradictorios. De fractura entre utopía y realidad. De falta de concordancia. De diferencia entre la teoría y su utilidad en la práctica. De una escuela desbordada, emitiendo mensajes de solidaridad, de paz, de armonía, de convivencia, en soledad.

Una abuela, en la puerta de una escuela primaria, se quejaba en voz alta ante una mamá y preguntaba: “¿Por qué, si yo me esfuerzo en hacer que mi nieto de siete años me obedezca cuando le ordeno algo, acá en la escuela, aprende que puede decirme que no y no me hace caso?”. La pregunta de esta abuela quedó sin respuesta, retórica, flotando. Recuerdo que respondí mentalmente: “Está bien que el niño aprenda a pensar por sí mismo, aprenda que tiene derecho a decir que no”. Si fuera un mundo coherente, eso sería lo ideal. Pero en este momento, ¿tiene razón la abuela que se está quejando? ¿Los chicos aprenden a no respetar las normas, paradójicamente, en la escuela, que es el lugar en donde se las enseñamos? ¿O es al revés?

El presente texto también está planteado así, como una pregunta, ante un problema que debemos resolver urgentemente. ¿No será el momento de reconciliar “alumno” con “menor de edad” e “hijo” y comprender que debemos educar en forma coherente, que los acuerdos de convivencia y los métodos para lograr que sean respetados deben ser los mismos tanto dentro como fuera de la escuela? Quizás ésa, exactamente, sea la punta del ovillo, la clave que nos conduzca a una sociedad menos agresiva y mejor.

Señores padres: eduquemos juntos

Todo docente en algún momento (o momentos) experimentó la sensación de frustración al tomar una prueba, luego de un arduo, satisfactorio y personal trabajo, y comprobar que los alumnos que creía que habían aprendido un contenido, no aprobaron. En mi opinión, en las escuelas, estamos viviendo ese momento desconcertante: la realidad nos demuestra que lo que creíamos que estábamos haciendo bien, no está dando los resultados esperados.

Personalmente creo que, además de realizar una profunda autocrítica que lleve a mejoras curriculares, actualizaciones y cambios, existen dos problemas íntimamente relacionados que exceden a los docentes, directivos, estrategias y planificaciones y que necesitan de la ayuda imprescindible de la comunidad educativa entera para ser solucionados. Me refiero al mal comportamiento creciente de los alumnos adentro de las escuelas y a su actitud pasiva e indiferente hacia el aprendizaje formal.

Puedo escuchar las voces de protesta: afortunadamente no sucede en todas las escuelas, en todas las aulas. Existen millones de alumnos excelentes. Generalizo en forma deliberada y repito: es un problema creciente que debe preocuparnos a todos, más allá de las numerosas excepciones.

Así como “la escuela”, en nuestra imaginación, no coincide con edificios deteriorados ni con las múltiples noticias de violencia que la llevaron otra vez a los noticieros, tampoco coincide la actitud de muchos de los alumnos hacia el saber formal y el aprendizaje con la predisposición que la sociedad debiera considerar como natural. Para realizar una apropiación exitosa de los contenidos, todos los especialistas coinciden en que se necesita un clima áulico positivo y libre de interferencias, y, por supuesto, sostienen que el alumno debe realizar un esfuerzo. La enseñanza de valores es considerada fundamental: es tarea de todos los docentes educar para la paz, para la convivencia, para la armonía.

Algo está fallando y tiene repercusiones en que se lleven a cabo los aprendizajes, tanto los relativos a los valores como los que tienen que ver con competencias específicas de áreas de estudio: en los diagnósticos de la secundaria, en general, se señala como principal falencia la dificultad en la comprensión lectora y la escritura. ¿Es correcto atribuir este fracaso únicamente al desempeño de todos los docentes? Los alumnos que muestran dificultades, ¿están participando activamente en el proceso de enseñanza-aprendizaje? ¿Asisten puntualmente a la escuela? ¿Prestan atención, realizan los trabajos prácticos, registran las explicaciones en sus carpetas, estudian para las pruebas, investigan, leen cotidianamente, producen textos orales y escritos? Los adultos responsables de esos alumnos, ¿controlaron, estimularon, ayudaron a sus hijos para que cumplieran con todo lo enumerado en la interrogación anterior? Por otro lado, “la escuela”, que debería ser un ámbito acogedor, en donde los alumnos se sientan contenidos y protegidos, es según el Mapa Nacional de la Discriminación de 2013 del INADI, el cuarto lugar en donde existe la mayor discriminación (debajo de los boliches, la calle y las comisarías y por encima de la televisión). Éste es un factor que incide, entre muchas otras formas indeseables de violencia aprendida fuera de las escuelas, en que el “clima del aula” no sea el apropiado para llevar a cabo el aprendizaje.

Parece una tontería, pero puede resumirse en una frase, en un ejemplo: en “Lengua”, sólo se puede comenzar a trabajar provechosamente cuando el alumno que tiene problemas para comprender deja de decir “el texto no se entiende” y dice: “no entiendo el texto”. Es fundamental el cambio de actitud del alumno para que pueda aprender, y en la tarea de motivar, ayudar, estimular, despertar interés, muchas veces, los profesores estamos solos.

Los docentes, cuando existe un problema, pedimos el cuaderno de comunicados y escribimos una nota a los “señores padres”. Los “señores padres”, los adultos responsables que cumplen ese rol, son los educadores principales, juegan un papel fundacional y fundamental en la personalidad de los futuros adultos que tienen entre sus manos. Amar, proteger, cuidar y educar a los niños es su principal función. Vivimos en una sociedad que dista de ser amorosa y atenta. Si los niños están creciendo rodeados de un ambiente en donde la violencia, los insultos y el desprecio por el saber se consideran naturales, ¿cómo vamos a pretender que por sí sola, como si fuera un ambiente esterilizado y ajeno a la realidad, la escuela produzca ciudadanos instruidos y responsables?

Si un niño crece escuchando y viendo que todos los “otros” son dignos de desprecio, que la maestra es una inepta, que las mujeres tienen que dedicarse a lavar los platos, que llorar es de débiles, que estudiar no sirve para nada, que los que triunfan en la vida son los “vivos” y los buenos son los tontos, que a los pobres (o a los ricos), a los de Boca (o a los de River), a los que cortan la calle o estacionan mal, a los que sea que “molesten” por algo “hay que matarlos a todos”, que la única forma de solucionar los problemas es gritando y agarrándose a piñas (y podría seguir la enumeración durante varias páginas, pero me revolvería el estómago), ¿cómo vamos a pretender que los alumnos, junto al docente, se desenvuelvan en un “clima de aula” agradable y motivador para el estudio?

Para que la educación formal sea una herramienta poderosa y positiva, debe adecuarse a la realidad y dejar de trabajar en soledad. La sensación de frustración que mencioné al principio de este texto es desagradable, pero reconocerla es el primer paso. Señores padres: ustedes también son responsables de la tarea educativa que tenemos por delante. No sólo se educa en la escuela. Si los adultos continuamos enviando mensajes contradictorios, únicamente lograremos una sociedad contradictoria, lejana de esa Argentina unida, igualitaria, plena de armonía, justicia social y seguridad, que todos deseamos.