Por: Adriana Lara
Todo docente en algún momento (o momentos) experimentó la sensación de frustración al tomar una prueba, luego de un arduo, satisfactorio y personal trabajo, y comprobar que los alumnos que creía que habían aprendido un contenido, no aprobaron. En mi opinión, en las escuelas, estamos viviendo ese momento desconcertante: la realidad nos demuestra que lo que creíamos que estábamos haciendo bien, no está dando los resultados esperados.
Personalmente creo que, además de realizar una profunda autocrítica que lleve a mejoras curriculares, actualizaciones y cambios, existen dos problemas íntimamente relacionados que exceden a los docentes, directivos, estrategias y planificaciones y que necesitan de la ayuda imprescindible de la comunidad educativa entera para ser solucionados. Me refiero al mal comportamiento creciente de los alumnos adentro de las escuelas y a su actitud pasiva e indiferente hacia el aprendizaje formal.
Puedo escuchar las voces de protesta: afortunadamente no sucede en todas las escuelas, en todas las aulas. Existen millones de alumnos excelentes. Generalizo en forma deliberada y repito: es un problema creciente que debe preocuparnos a todos, más allá de las numerosas excepciones.
Así como “la escuela”, en nuestra imaginación, no coincide con edificios deteriorados ni con las múltiples noticias de violencia que la llevaron otra vez a los noticieros, tampoco coincide la actitud de muchos de los alumnos hacia el saber formal y el aprendizaje con la predisposición que la sociedad debiera considerar como natural. Para realizar una apropiación exitosa de los contenidos, todos los especialistas coinciden en que se necesita un clima áulico positivo y libre de interferencias, y, por supuesto, sostienen que el alumno debe realizar un esfuerzo. La enseñanza de valores es considerada fundamental: es tarea de todos los docentes educar para la paz, para la convivencia, para la armonía.
Algo está fallando y tiene repercusiones en que se lleven a cabo los aprendizajes, tanto los relativos a los valores como los que tienen que ver con competencias específicas de áreas de estudio: en los diagnósticos de la secundaria, en general, se señala como principal falencia la dificultad en la comprensión lectora y la escritura. ¿Es correcto atribuir este fracaso únicamente al desempeño de todos los docentes? Los alumnos que muestran dificultades, ¿están participando activamente en el proceso de enseñanza-aprendizaje? ¿Asisten puntualmente a la escuela? ¿Prestan atención, realizan los trabajos prácticos, registran las explicaciones en sus carpetas, estudian para las pruebas, investigan, leen cotidianamente, producen textos orales y escritos? Los adultos responsables de esos alumnos, ¿controlaron, estimularon, ayudaron a sus hijos para que cumplieran con todo lo enumerado en la interrogación anterior? Por otro lado, “la escuela”, que debería ser un ámbito acogedor, en donde los alumnos se sientan contenidos y protegidos, es según el Mapa Nacional de la Discriminación de 2013 del INADI, el cuarto lugar en donde existe la mayor discriminación (debajo de los boliches, la calle y las comisarías y por encima de la televisión). Éste es un factor que incide, entre muchas otras formas indeseables de violencia aprendida fuera de las escuelas, en que el “clima del aula” no sea el apropiado para llevar a cabo el aprendizaje.
Parece una tontería, pero puede resumirse en una frase, en un ejemplo: en “Lengua”, sólo se puede comenzar a trabajar provechosamente cuando el alumno que tiene problemas para comprender deja de decir “el texto no se entiende” y dice: “no entiendo el texto”. Es fundamental el cambio de actitud del alumno para que pueda aprender, y en la tarea de motivar, ayudar, estimular, despertar interés, muchas veces, los profesores estamos solos.
Los docentes, cuando existe un problema, pedimos el cuaderno de comunicados y escribimos una nota a los “señores padres”. Los “señores padres”, los adultos responsables que cumplen ese rol, son los educadores principales, juegan un papel fundacional y fundamental en la personalidad de los futuros adultos que tienen entre sus manos. Amar, proteger, cuidar y educar a los niños es su principal función. Vivimos en una sociedad que dista de ser amorosa y atenta. Si los niños están creciendo rodeados de un ambiente en donde la violencia, los insultos y el desprecio por el saber se consideran naturales, ¿cómo vamos a pretender que por sí sola, como si fuera un ambiente esterilizado y ajeno a la realidad, la escuela produzca ciudadanos instruidos y responsables?
Si un niño crece escuchando y viendo que todos los “otros” son dignos de desprecio, que la maestra es una inepta, que las mujeres tienen que dedicarse a lavar los platos, que llorar es de débiles, que estudiar no sirve para nada, que los que triunfan en la vida son los “vivos” y los buenos son los tontos, que a los pobres (o a los ricos), a los de Boca (o a los de River), a los que cortan la calle o estacionan mal, a los que sea que “molesten” por algo “hay que matarlos a todos”, que la única forma de solucionar los problemas es gritando y agarrándose a piñas (y podría seguir la enumeración durante varias páginas, pero me revolvería el estómago), ¿cómo vamos a pretender que los alumnos, junto al docente, se desenvuelvan en un “clima de aula” agradable y motivador para el estudio?
Para que la educación formal sea una herramienta poderosa y positiva, debe adecuarse a la realidad y dejar de trabajar en soledad. La sensación de frustración que mencioné al principio de este texto es desagradable, pero reconocerla es el primer paso. Señores padres: ustedes también son responsables de la tarea educativa que tenemos por delante. No sólo se educa en la escuela. Si los adultos continuamos enviando mensajes contradictorios, únicamente lograremos una sociedad contradictoria, lejana de esa Argentina unida, igualitaria, plena de armonía, justicia social y seguridad, que todos deseamos.