Acerca de los “climas inapropiados”

Supongamos que fuimos invitados a un cumpleaños infantil, a realizarse en un saloncito. Nos pusimos bonitos, compramos un regalo acorde a la edad y sexo del homenajeado, asistimos a la hora indicada. Y nos encontramos con un panorama así:

Niños gritando y corriendo. Escribiendo sobre las mesas y paredes, destrozando los muebles, cortinajes y adornos. Desobedeciendo las consignas propuestas por la animadora de la fiestita, contratada por los papás. “Y ahora, vamos al pelotero”. “No queremos, no queremos”. “Y ahora, vamos a la mesa, que vienen los panchos”. Menos, quieren. Le revolean los panchos al pobre panchero, lo insultan, lo desprecian. Ensucian todo el lugar. Cuando aparece “el personaje elegido”: un Spiderman delgado y adolescente, se entretienen riéndose de él y pateándolo. Es el caos; el niño cumpleañero mete su cara dentro de una torta que debe haber salido una fortuna y feliz, al parecer, arroja pedazos embadurnando a los invitados.

Podemos suponer las reacciones de los adultos presentes, también, ya que estamos. Y agregar las que a nosotros nos hubieran parecido correctas, las que nosotros hubiéramos adoptado ante la situación que nos parece que generó … ”un clima inapropiado” para un cumpleaños.

Quizás la animadora, frustrada y humillada, continuará gritando, micrófono en mano, consignas al aire, hasta que la fiestita de pesadilla termine y pueda irse a su casa con los pesos que le pagarán al final dentro del bolsillo, cansada hasta la muerte. El personal del salón, impávido, contemplará la escena sin intervenir: los padres pagan y los daños están incluidos en el servicio. Son los habituales. El pobre Spiderman, que estudia Ingeniería y hace esto como changa, evalúa los nuevos moretones de sus piernas flacas y decide, como siempre, que será su última fiestita y que odia a los niños. Posiblemente, en la puerta, los padres del cumpleañero, embelesados, repartan las bolsitas con golosinas y souvenires y afirmen: “Por suerte, salió todo bien”, como unos enajenados.

Usted, lector, seguramente no vería nada normal en estas reacciones y hubiera procedido diferente si hubiera sido animador, dueño del saloncito o padre dentro de ese ficticio cumpleaños.  Porque si usted hubiera sido un invitado, la hubiera pasado tremendamente mal. Hubiera vivido, por lo menos, una situación incómoda. Posiblemente, se hubiera retirado del lugar con alguna excusa.  ¿Qué es lo que pensaría acerca de lo que sucedió allí? ¿Cómo juzgaría la conducta y las reacciones de los adultos ante lo que a todas luces es un comportamiento absolutamente inadecuado para una fiestita? Seguramente, usted tiene muy en claro cómo hubiera sido su proceder para que ese mismo cumpleaños se hubiera desarrollado en un ”clima apropiado” y no como un aquelarre.

Cuando los chicos rompen todo, desobedecen, andan a los gritos, pelean entre ellos, insultan y faltan el respeto a los adultos en su casa, en el seno de sus familias, cada padre, cada madre, cada responsable, reacciona de la manera que le parece correcta. Todos estamos de acuerdo con que eso está mal y hay que modificarlo por el bien de todos, para poder seguir viviendo sin perder la razón. Habrá quien piense que hay que buscar los motivos que llevaron a los chicos a comportarse de esa manera y solucionar el problema. Habrá quien vaya al psicólogo, quien se siente a conversar, quien se desagarre las vestiduras y no haga nada, quien vaya a su iglesia, quien grite, quien llore, quien pegue, quien llame a otros adultos, quien llame a la policía. Habrá quien se vaya, quien traslade la situación a otros para que la resuelvan. Habrá quien la agrave y se comporte del mismo modo que los chicos, o peor. Los humanos, somos tan variados como ocurrentes en nuestras reacciones.

Habrá quien le eche la culpa a los chicos. Y quien le eche la culpa a los adultos.

Habrá chusmeríos y rumores acerca de lo que sucede en “esa casa”. Al igual que, si nuestro ficticio cumpleaños hubiera existido, circularían chismes de todo tipo.

¿Qué sucedería si los mismos comportamientos inadecuados que describimos ocurrieran en una escuela, adentro de un aula? ¿A quiénes culparíamos si asistiéramos como espectadores invisibles a una ficticia clase en donde un docente imaginario fuera insultado y desobedecido constantemente, donde imperara el caos, el desorden, el destrozo y la violencia física y verbal? ¿Cuáles serían las reacciones que esperaríamos del docente ficticio ante eso que, evidentemente, está impidiendo que los chicos aprendan y que él pueda enseñar? También estaríamos ante un ”clima inapropiado”.

Al igual que en las situaciones anteriores: habrá quien le eche la culpa a los chicos por maleducados. A los padres de los chicos, que no los supieron educar.  Al docente, porque no tiene autoridad dentro de la clase. A la escuela, que no pone orden y ayuda al docente (o lo despide y pone otro que sepa qué hacer). Al siglo XXI. A los tiempos modernos. A internet. A los mensajes satánicos de la música escuchada al revés. A la comida chatarra, ya que estamos. Es muy fácil echar culpas.

Por suerte, todas las que describí son situaciones ficticias, que raramente ocurren. Si sucedieran con frecuencia, lo que me parecería correcto es que con urgencia hubiera equipos de especialistas trabajando en elaborar herramientas útiles para que padres y comunidades educativas resolvieran juntos los problemas climáticos.

Los del saloncito, que se embromen. Se puede volver a hacer cumpleaños en las casas, a la antigua, qué tanta vuelta con eso. Pero los papás y los docentes no tendrían que embromarse, esos no están haciendo ningún negocio. Están ocupándose de la educación de los futuros ciudadanos del país. De sus reacciones ante los problemas que impidan que se lleve adelante un aprendizaje pleno dependerá que exista un futuro pacífico construido por ciudadanos instruidos y solidarios. Así que, pensándolo bien… a pesar de que nuestras invenciones quizás, tal vez, remotamente, puedan suceder únicamente en casos excepcionales… no estaría de más que los equipos de especialistas abandonaran el plano de la ficción y comenzaran a trabajar en algo nuevo para ayudar a enfrentar estos  problemas con algo más que los acuerdos de convivencia que están en vigencia en las escuelas. Digo, por si estos no fueran suficientes en algún momento cercano… Mejor prevenir que lamentar, decían las abuelas. Y cuando desmejora el clima, mejor tener paraguas en la cartera.

Sí, fui a ver al Rubius, ¿y qué?

La jornada fue más que desmesurada. Hubo que hacer cola para entrar, cola para ir al baño, cola para comprar agua, café, algo (cualquier cosa, con el pasar de las horas) para comer. Me atrevería a asegurar que la mitad de los 30.000 asistentes al Club Media Fest, el sábado, eran papás. Y mamás. Puedo estimar el número porque pasé mucho tiempo esperando en las filas, conversando con ellos. Y para mí, ver semejante cantidad de padres acompañando pacientemente doce horas a sus hijos fue una experiencia tan interesante como reveladora.

Además de las colas, de la falta de lugar para sentarse, para apoyarse y para esperar, lo que había era una gran incertidumbre. Todos los padres presentes ahí teníamos muchas cosas en común. Antes de que llegara el gran día habíamos sido convencidos de la imprescindible, importantísima e ineludible necesidad de ir. Iba a ser un acontecimiento único. Nunca visto. Venían los youtubers ¡en persona! A Argentina. No importaron nuestras objeciones acerca de lo cara que era la entrada, acerca de que no podrían ir solos a causa de su corta edad (y que por eso, había que pagar más de una entrada), ni nuestra gran pregunta (la pregunta del millón): “¿Y de qué se trata el Media Fest?”  Eso, precisamente, nos seguíamos preguntando los papás adentro de La Rural, ya desembolsados los cientos (o miles, en muchos casos) de pesitos de la entrada y resignados a nuestro papel de “acompañantes de 13 a 23:30 hs”. “¿Qué es lo que vamos a ver? ¿Qué van a hacer los youtubers acá, afuera de youtube?”

Descubrir la respuesta nos llevó las doce horas, pero valió la pena el esfuerzo.

“Vine desde Rosario”, me contó una señora en la cola del baño. ”Pero insistió tanto en venir, que la trajimos”. ”A mi hija le compramos el VIP, pero es su regalo de 14 y de 15 años, anticipado”, le contestó la señora que estaba adelante. Hordas de adolescentes emocionados deambulaban por el predio buscando a sus ídolos y comprando lo que fuese que dijera “Rubius”: el Libro Troll, la taza, los anteojos, buzos, remeras. De vez en cuando, por un costadito cercano a las históricas gradas aparecía lejano un jovenzuelo delgado y con anteojos que saludaba. Había que verlo para creerlo. Ante nuestro asombro paternal, se apoderaba de nuestros hijos el mismo espíritu que animaba a las fans de Los Beatles y, entre alaridos infernales, miles de brazos felices agitaban celulares, tablets y tecnologías sofisticadas para fotografiar, filmar, registrar, al youtuber favorito. ”¿Quién es?” “¿Quién era?”, preguntábamos los papás estupefactos. No importaba, ellos sabían y lo habían visto.

La emoción fue in crescendo. La analogía con las fans de Los Beatles era evidente, pero con una diferencia fundamental: las chicas que lloraban entre espasmos, en el festival, inmediatamente eran abrazadas por… sus papás. O sus mamás. Con el pasar de las horas, los mayores “acompañantes” fuimos comprendiendo de qué se trataba el evento: la cosa estaba en verlos. No importaba qué hicieran… estaban ahí. En el mismo lugar, sin internet ni pantallas en el medio. Eran sus ídolos, sus amigos, sus compañeros de horas y horas de videos de youtube; conocían cada sonrisa, cada gesto, cada entonación de sus voces. Y eso nos permitía ver, hasta a nosotros, los “acompañantes”, que los youtubers estaban tan emocionados como nuestros hijos. El Club Media Fest los había puesto delante de sus espectadores, y ahí estaban, como estrellas de rock sin rock, cara a cara. Sólo se trataba de eso. Con el estar ahí, bastaba.

Pasadas las 22: 30, finalmente salió a escena el Rubius. Pude ver, desde lejos (por mi calidad de acompañante), pero en pantalla gigante, la emoción inmensa del muchacho ante su público. Hacía frío y los papás nos preguntábamos cómo íbamos a encontrarnos con nuestros hijos cuando salieran en masa, ante el inminente final. Con las caras cansadas preparábamos camperitas y mandábamos mensajes desde nuestros celulares a quienes nos esperaban en la puerta. ”La pasaron tan bien”, era el comentario. ”Mi nene consiguió el autógrafo”, ”Mi hija abrazó a su ídolo en el meet and greet que se había ganado con una foto, en un vivo”, ”Feliz, feliz”, se escuchaba. La cosa había sido meramente verlos. Y gracias a estar ahí, pude ver reconfortada a una generación variada de papás y mamás que acompañan a sus hijos a pesar de pertenecer a una etapa diferente, sin cuestionar algo nuevo que excede sus experiencias personales, por el solo hecho de saber que es algo importante para ellos.

Nada de críticas ni de incomprensión. Nada de drogas, nada de alcohol. Nada de soledad ni de intolerancia. Chicos que pertenecen a la generación digital, que tienen una vida virtual, ídolos y papás reales que les brindan afecto. Terminó. Salieron. Los brazos de sus padres, las camperitas, la compu para bajar las mil fotos tomadas durante la jornada los esperaban. Yo, por mi parte, le puedo contar a mis alumnos que vi al Rubius. Pero lo más importante que vi fue una generación de adolescentes que, lejos de lo que se pueda pensar, están acompañados por sus amorosos (y pacientes) padres.

Las madres (y los padres) ya no son lo que eran

Los padres no son lo que eran antes. No es un juicio de valor, es una simple observación. Tampoco el mundo es lo que era antes: hace veinte años, hace diez, hace cinco. Las reglas van cambiando, la historia se precipita, los ciudadanos nos vemos envueltos en una avalancha de innovaciones, modificaciones, pequeños detalles o monstruosas diferencias que inciden sobre nuestras vidas. Se produce una mezcla, una interacción. La gente se adapta a los cambios o no lo hace, directamente, y se va formando un mosaico de generaciones, cada una con sus propias reglas y costumbres, con mayores o menores problemas de convivencia.

Detengámonos en los padres, en las madres. Se aproxima el Día de la Madre y carteles y propagandas continúan diciendo lo mismo que hace décadas: las mamás necesitan artefactos  variados para ejercer con mayor liviandad su oficio de ama de casa. Planchas, licuadoras, microondas, lavavajillas te pueden convertir en un mejor hijo. Las mamás “modernas”, jóvenes, delgadas, que aparecen en los comerciales, necesitan telefonía celular de última generación, tablets, netbooks, notebooks. Planchitas para el cabello, maquillajes, perfumes. No se necesita ser especialista para notar que la concepción de lo que debe ser una madre, entendida desde el mundo de los publicistas, al parecer permanece  inmutable. Quizás haya matices: las mejores madres de la actualidad dejan que los hijos se ensucien y salpiquen con harina o barro cualquier superficie de sus inmaculadas casas… porque existen productos limpiadores muy eficaces que sólo ellas manipulan con sus bellas y cuidadas manos y no los quieren estigmatizar: los dejan “ser” en “libertad” (y después, limpian). Una real simplificación de mensajes, cuando se los compara con los que circulan en la vida real.

Los papás y las mamás del siglo XXI difieren según la edad que tengan, más allá de las edades de sus hijos y la clase social a la que pertenecen. Una enorme franja de padres lo han sido cuando eran adolescentes, y es un fenómeno muy interesante analizar cómo se comportan con sus hijos. En la actualidad existen papás que consideran que cuidar, amar y pasar tiempo con los chicos es imprescindible, al igual que darles “un buen ejemplo”. Esos papás, que dicen frases como “Al que madruga, Dios lo ayuda”o “Siempre que llovió paró” y se aseguran de que sus chicos tengan lo necesario en su mochila para ir a la escuela, conviven con otros papás, que consideran que sus hijos saben acerca de todo innatamente y sólo necesitan para su existencia un celular y un poco de bebida y comida. Esta convivencia de “maneras de criar” es un hecho que genera una diversidad en los comportamientos de los niños muy interesante de observar, más que notoria en sus desempeños escolares y respeto por las pautas de convivencia en general.

Hay una enorme cantidad de padres que consideran que ser padre no implica tarea ni compromiso alguno. Eso hace que existan chicos y adolescentes librados a su buena suerte, que se ven obligados a tomar decisiones respecto a cosas que otros chicos ni soñarían, como el color del auto que se comprará su papá, la alimentación que le corresponde, participar en fiestas para adultos, la cantidad de horas que debe estudiar e, incluso, si debe hacerlo o no. Papás y mamás que andan a los chancletazos (por suerte, los menos) educan a su manera junto a papás que no vienen nunca, mamás que despilfarran su sueldo en el bingo, mamás que jamás tienen diez minutos para conversar con alguien porque trabajan 14 horas para mantener la casa, papás que viven en la misma casa que mamá pero han formado otra familia y comparten el mismo techo por una cuestión económica. Siglo XXI, siglo de mezcla de lo antiguo y lo nuevo: la letrina en el baño, el inodoro con cadena y los inodoros inteligentes, térmicos y autolimpiantes… porque la humanidad continúa necesitando ir al baño. Los viejos parados en la puerta abierta, conversando con la gente que pasa, junto a la inseguridad y la paranoia de las puertas blindadas. Una vez perdonada mi comparación escatológica, pregunto por qué no habría de pasar con los papás, que también son una necesidad básica y característica de la humanidad.

Más allá de la eficacia de las  propagandas que no cambian sus métodos para vender licuadoras, hecho que ignoro absolutamente, termino esta reflexión señalando un detalle que no ha cambiado y que se desprende de mi experiencia como docente: el comportamiento de los padres con sus hijos influye en el comportamiento de éstos. Los chicos de antes, en eso, son iguales a los chicos de ahora: necesitan guía, reglas, límites claros, atención, afecto. Mamás y papás que les pregunten cómo estuvo su día, quiénes son sus nuevos amigos, dónde queda la fiesta a donde van a ir esa noche. Mamás que digan que estudiar es genial y ayuden a aprender las tablas de multiplicar, papás que acompañen a jugar a la pelota, a la cancha o, simplemente, a dar una vuelta de manzana, para charlar a solas un ratito. No hay nada como escuchar a alguien en quien uno confía decir eso de que “Siempre que llovió, paró” cuando se tiene un problema, se tenga la edad que se tenga.  En este siglo XXI, que muchas veces prioriza intereses por sobre el de cuidar integralmente a los chicos, jamás debería olvidarse lo fácil que es perder el norte de la brújula: nada hay más importante para el futuro de una Nación que la educación de sus niños y jóvenes.  Nada.

Alumnos adentro, menores afuera

Como si existieran en dos dimensiones absolutamente separadas y extrañas entre sí, están los alumnos y los menores de edad. Dentro de la escuela, el menor de edad se convierte en “alumno”. Para dirigirse a él se utiliza el diálogo sereno, la paciencia, la comprensión. Si algún alumno destruye el mobiliario de la escuela, escribe las paredes y bancos o arroja cosas dentro de los calefactores, por ejemplo, se debe citar a los papás y conversar entre todos para reparar la situación y que no se vuelva a repetir. Personalmente, estoy de acuerdo con que es la manera correcta de enfrentar y resolver el problema. Así es como, en la actualidad, trabajamos los docentes.

Fuera de la escuela, el “alumno” se convierte en “menor”. No es usual que los chicos, cuando están en sus casas, escriban las paredes, las mesas o arrojen cosas dentro de los calefactores. Sin embargo, muchos se portan mal. A éstos, la gente los llama de muy diversas y coloridas maneras, que en general terminan con las palabras “de mier…”. Y, lo que se propone para “disciplinarlos”, es muy diferente (abismalmente diferente) a lo que se dice y hace adentro de la escuela.

“Disciplina” no significa lo mismo en los hogares, en la calle, en la escuela. Los alumnos lo saben.

Un conjunto de adultos que ingresa en una escuela de Quilmes llevando cadenas en sus manos y desmaya a un profesor, le rompe la mandíbula, le rompe un dedo a otro, le da piñas en el pecho a una auxiliar, por el simple hecho de ser pariente de “una alumna” y estar adentro de la escuela, es denominado como “un grupo familiar con el cual hay que trabajar intensamente”. Estoy de acuerdo, evidentemente existe un grave problema allí. ¿Qué sucedería si lo mismo, exactamente lo mismo, pasara en un ámbito que no fuera el escolar? Si un grupo de adultos con cadenas en sus manos ingresara en un Ministerio y lastimara a un conjunto de ministros, al intendente o al gobernador, ¿cómo se lo denominaría?

Qué quiero decir con esto: que la sociedad reacciona diferente ante lo que sucede dentro y fuera de las escuelas. Que existen reglas y métodos diferentes, y eso no trae aparejado nada bueno. Lo que sucedió en Quilmes es un hecho extremo, pero ilustrativo de muchos casos cotidianos que igualmente son violentos. Un alumno “se portó mal”. Se cita a los papás. Algunos padres entablan un diálogo con sus hijos. Otros defienden la conducta inapropiada de los chicos, o, directamente, no concurren a la citación. O, en una actitud opuesta, le dan una paliza al desobediente. La escuela debe enseñar a los padres a dialogar con sus hijos, a interesarse en ellos, a comprender por qué actúan de manera incorrecta, a no utilizar con ellos la violencia en ningún sentido. Sí, la escuela también hace eso en este momento.

Es época de mensajes contradictorios. De fractura entre utopía y realidad. De falta de concordancia. De diferencia entre la teoría y su utilidad en la práctica. De una escuela desbordada, emitiendo mensajes de solidaridad, de paz, de armonía, de convivencia, en soledad.

Una abuela, en la puerta de una escuela primaria, se quejaba en voz alta ante una mamá y preguntaba: “¿Por qué, si yo me esfuerzo en hacer que mi nieto de siete años me obedezca cuando le ordeno algo, acá en la escuela, aprende que puede decirme que no y no me hace caso?”. La pregunta de esta abuela quedó sin respuesta, retórica, flotando. Recuerdo que respondí mentalmente: “Está bien que el niño aprenda a pensar por sí mismo, aprenda que tiene derecho a decir que no”. Si fuera un mundo coherente, eso sería lo ideal. Pero en este momento, ¿tiene razón la abuela que se está quejando? ¿Los chicos aprenden a no respetar las normas, paradójicamente, en la escuela, que es el lugar en donde se las enseñamos? ¿O es al revés?

El presente texto también está planteado así, como una pregunta, ante un problema que debemos resolver urgentemente. ¿No será el momento de reconciliar “alumno” con “menor de edad” e “hijo” y comprender que debemos educar en forma coherente, que los acuerdos de convivencia y los métodos para lograr que sean respetados deben ser los mismos tanto dentro como fuera de la escuela? Quizás ésa, exactamente, sea la punta del ovillo, la clave que nos conduzca a una sociedad menos agresiva y mejor.

Señores padres: eduquemos juntos

Todo docente en algún momento (o momentos) experimentó la sensación de frustración al tomar una prueba, luego de un arduo, satisfactorio y personal trabajo, y comprobar que los alumnos que creía que habían aprendido un contenido, no aprobaron. En mi opinión, en las escuelas, estamos viviendo ese momento desconcertante: la realidad nos demuestra que lo que creíamos que estábamos haciendo bien, no está dando los resultados esperados.

Personalmente creo que, además de realizar una profunda autocrítica que lleve a mejoras curriculares, actualizaciones y cambios, existen dos problemas íntimamente relacionados que exceden a los docentes, directivos, estrategias y planificaciones y que necesitan de la ayuda imprescindible de la comunidad educativa entera para ser solucionados. Me refiero al mal comportamiento creciente de los alumnos adentro de las escuelas y a su actitud pasiva e indiferente hacia el aprendizaje formal.

Puedo escuchar las voces de protesta: afortunadamente no sucede en todas las escuelas, en todas las aulas. Existen millones de alumnos excelentes. Generalizo en forma deliberada y repito: es un problema creciente que debe preocuparnos a todos, más allá de las numerosas excepciones.

Así como “la escuela”, en nuestra imaginación, no coincide con edificios deteriorados ni con las múltiples noticias de violencia que la llevaron otra vez a los noticieros, tampoco coincide la actitud de muchos de los alumnos hacia el saber formal y el aprendizaje con la predisposición que la sociedad debiera considerar como natural. Para realizar una apropiación exitosa de los contenidos, todos los especialistas coinciden en que se necesita un clima áulico positivo y libre de interferencias, y, por supuesto, sostienen que el alumno debe realizar un esfuerzo. La enseñanza de valores es considerada fundamental: es tarea de todos los docentes educar para la paz, para la convivencia, para la armonía.

Algo está fallando y tiene repercusiones en que se lleven a cabo los aprendizajes, tanto los relativos a los valores como los que tienen que ver con competencias específicas de áreas de estudio: en los diagnósticos de la secundaria, en general, se señala como principal falencia la dificultad en la comprensión lectora y la escritura. ¿Es correcto atribuir este fracaso únicamente al desempeño de todos los docentes? Los alumnos que muestran dificultades, ¿están participando activamente en el proceso de enseñanza-aprendizaje? ¿Asisten puntualmente a la escuela? ¿Prestan atención, realizan los trabajos prácticos, registran las explicaciones en sus carpetas, estudian para las pruebas, investigan, leen cotidianamente, producen textos orales y escritos? Los adultos responsables de esos alumnos, ¿controlaron, estimularon, ayudaron a sus hijos para que cumplieran con todo lo enumerado en la interrogación anterior? Por otro lado, “la escuela”, que debería ser un ámbito acogedor, en donde los alumnos se sientan contenidos y protegidos, es según el Mapa Nacional de la Discriminación de 2013 del INADI, el cuarto lugar en donde existe la mayor discriminación (debajo de los boliches, la calle y las comisarías y por encima de la televisión). Éste es un factor que incide, entre muchas otras formas indeseables de violencia aprendida fuera de las escuelas, en que el “clima del aula” no sea el apropiado para llevar a cabo el aprendizaje.

Parece una tontería, pero puede resumirse en una frase, en un ejemplo: en “Lengua”, sólo se puede comenzar a trabajar provechosamente cuando el alumno que tiene problemas para comprender deja de decir “el texto no se entiende” y dice: “no entiendo el texto”. Es fundamental el cambio de actitud del alumno para que pueda aprender, y en la tarea de motivar, ayudar, estimular, despertar interés, muchas veces, los profesores estamos solos.

Los docentes, cuando existe un problema, pedimos el cuaderno de comunicados y escribimos una nota a los “señores padres”. Los “señores padres”, los adultos responsables que cumplen ese rol, son los educadores principales, juegan un papel fundacional y fundamental en la personalidad de los futuros adultos que tienen entre sus manos. Amar, proteger, cuidar y educar a los niños es su principal función. Vivimos en una sociedad que dista de ser amorosa y atenta. Si los niños están creciendo rodeados de un ambiente en donde la violencia, los insultos y el desprecio por el saber se consideran naturales, ¿cómo vamos a pretender que por sí sola, como si fuera un ambiente esterilizado y ajeno a la realidad, la escuela produzca ciudadanos instruidos y responsables?

Si un niño crece escuchando y viendo que todos los “otros” son dignos de desprecio, que la maestra es una inepta, que las mujeres tienen que dedicarse a lavar los platos, que llorar es de débiles, que estudiar no sirve para nada, que los que triunfan en la vida son los “vivos” y los buenos son los tontos, que a los pobres (o a los ricos), a los de Boca (o a los de River), a los que cortan la calle o estacionan mal, a los que sea que “molesten” por algo “hay que matarlos a todos”, que la única forma de solucionar los problemas es gritando y agarrándose a piñas (y podría seguir la enumeración durante varias páginas, pero me revolvería el estómago), ¿cómo vamos a pretender que los alumnos, junto al docente, se desenvuelvan en un “clima de aula” agradable y motivador para el estudio?

Para que la educación formal sea una herramienta poderosa y positiva, debe adecuarse a la realidad y dejar de trabajar en soledad. La sensación de frustración que mencioné al principio de este texto es desagradable, pero reconocerla es el primer paso. Señores padres: ustedes también son responsables de la tarea educativa que tenemos por delante. No sólo se educa en la escuela. Si los adultos continuamos enviando mensajes contradictorios, únicamente lograremos una sociedad contradictoria, lejana de esa Argentina unida, igualitaria, plena de armonía, justicia social y seguridad, que todos deseamos.