Los disfluentes (término científico con el que se reconoce a aquellas personas con trastornos de comunicación oral, y que se caracterizan por tener interrupciones involuntarias en la fluidez del habla) recurren a incontables modos de expresión cuando tratan de disimular su problema: toser, esquivar la mirada o bien elegir el silencio para no ser descubiertos. A la pregunta ¿qué es la tartamudez?, los expertos responden casi al unísono: es un trastorno del funcionamiento motor del habla, de base biológica -al hemisferio cerebral izquierdo le cuesta mantener los comandos del habla-, que se desencadena por factores de tipo motor, lingüístico o afectivo. Nuevas investigaciones revelan que una de sus causas es neurofisiológica. “Padecen este trastorno cinco varones por cada mujer. “Hay un elemento hereditario ligado con el sexo, pues se debe a una utilización distinta de las zonas cerebrales relacionadas con el lenguaje”, me dice Beatriz Biain de Touzet, fonoaudióloga, presidenta honoraria de la Asociación Argentina de Tartamudez (AAT). Además, algunos especialistas aseguran que el exceso de una hormona llamada dopamina en el cerebro influye en la disfluencia. Pero esta evidencia científica no es concluyente. Según cifras oficiales, existe alrededor de un millón de personas que tartamudean en la Argentina (un 1,5% de la población mundial padece disfluencia).
Por supuesto, no hay estadísticas que informen acerca del grado de tolerancia que tiene el resto de la sociedad con personas que tartamudean. En mayor o en menor medida, toda comunidad tiende a excluir a los habitantes que no se ajustan al patrón que establece el sistema: somos parte de una sociedad que no tiene tiempo de escuchar al “otro”. Y en el peor de los casos, nos burlamos a costa de las limitaciones y los defectos del prójimo como si, ensañándonos contra quienes padecen alguna anomalía, nos vacunáramos contra el riesgo de contraerla.