Por: Guillermo Marín
Los disfluentes (término científico con el que se reconoce a aquellas personas con trastornos de comunicación oral, y que se caracterizan por tener interrupciones involuntarias en la fluidez del habla) recurren a incontables modos de expresión cuando tratan de disimular su problema: toser, esquivar la mirada o bien elegir el silencio para no ser descubiertos. A la pregunta ¿qué es la tartamudez?, los expertos responden casi al unísono: es un trastorno del funcionamiento motor del habla, de base biológica -al hemisferio cerebral izquierdo le cuesta mantener los comandos del habla-, que se desencadena por factores de tipo motor, lingüístico o afectivo. Nuevas investigaciones revelan que una de sus causas es neurofisiológica. “Padecen este trastorno cinco varones por cada mujer. “Hay un elemento hereditario ligado con el sexo, pues se debe a una utilización distinta de las zonas cerebrales relacionadas con el lenguaje”, me dice Beatriz Biain de Touzet, fonoaudióloga, presidenta honoraria de la Asociación Argentina de Tartamudez (AAT). Además, algunos especialistas aseguran que el exceso de una hormona llamada dopamina en el cerebro influye en la disfluencia. Pero esta evidencia científica no es concluyente. Según cifras oficiales, existe alrededor de un millón de personas que tartamudean en la Argentina (un 1,5% de la población mundial padece disfluencia).
Por supuesto, no hay estadísticas que informen acerca del grado de tolerancia que tiene el resto de la sociedad con personas que tartamudean. En mayor o en menor medida, toda comunidad tiende a excluir a los habitantes que no se ajustan al patrón que establece el sistema: somos parte de una sociedad que no tiene tiempo de escuchar al “otro”. Y en el peor de los casos, nos burlamos a costa de las limitaciones y los defectos del prójimo como si, ensañándonos contra quienes padecen alguna anomalía, nos vacunáramos contra el riesgo de contraerla.
Hablando claro
Emanuel tiene 19 años. Pertenece al grupo de disfluentes de la AAT. Vive en Merlo junto a sus padres. Comenzó a tartamudear a los 6. “Al principio no lo veía como un gran problema –dice- pero ya tengo 19 años y me está dificultando conseguir trabajo. Tengo muchas ganas de incorporarme al mercado laboral pero siento que siempre estoy pendiente de la mirada del otro, de lo que pensará fulanito o zutanito”. A pesar de los logros terapéuticos obtenidos, quizás sorprenda lo poco que en la Argentina se ha alcanzado en materia de inclusión social sobre las personas con este tipo de dificultades. “No existe en nuestro país una legislación específica referida a la disfluencia. Pero puede suscribirse a la Ley contra la Discriminación que engloba a todas las diferencias y capacidades especiales”, aclara Touzet.
Los disfluentes adultos suelen relatarle a los especialistas un conjunto de experiencias traumáticas que padecen o padecieron a lo largo de sus vidas. En la etapa escolar, por ejemplo, las vivencias dolorosas van desde las burlas de sus compañeros y la incomprensión docente (en general, los maestros y profesores no le dan al alumno el tiempo necesario para expresarse), hasta la frustrante situación del rechazo laboral (si bien no es recomendable que un disfluente trabaje en un call center, jamás queda explícito el motivo de la repulsa en otro tipo de actividades). A primera vista, pareciese ser que tener tartamudez implica haber recibido una condena bíblica, donde la mejor arma contra el mal es ocultarlo con la misma fuerza con la que se intenta darle claridad a las palabras.
¡Tengo derecho!
“Nunca hay tiempo para darle a una persona como yo”, dice Roberto (26). “La gente no te da tiempo para escucharte. Las pocas entrevistas de trabajo a las que asistí, los entrevistadores apenas me miraban a los ojos; como si tuviesen que ir a una cirugía de emergencia”, explica al confesar que aquellos que tienen tartamudez deben luchar por el derecho a ser escuchados, dado que no existe una ley que multe la lentitud de un hablante.
¿Soy responsable?
Por supuesto, quienes enfrentan un problema de disfluencia deben considerar que los oyentes o participantes en una conversación pueden no estar informados acerca de la tartamudez y sus consecuencias o derivaciones; o que tengan diferentes puntos de vista de los que posee la mayoría de los disfluentes. Pero, según los especialistas, es vital informar a los oyentes o participantes de una conversación si uno necesita más tiempo para comunicarse.
La tartamudez no es una enfermedad
Pero sí una dificultad que puede producir angustia sobre quienes la padecen. No obstante, las claves radican, muy por encima de todo, en comprender que tartamudear es algo que hacemos; no es algo que somos.