Nada es fraude

Mucho se ha debatido en los últimos días, a raíz de una serie de sucesos institucionalmente graves durante los procesos electorales, sobre si existe o no el fraude en la Argentina. Y desde el punto de vista jurídico, lo cierto es que el Código Nacional Electoral no define el fraude. Lo que hace, a partir del artículo 125 de dicho cuerpo legal, es establecer una serie de infracciones y tipificar un grupo de acciones que considera delitos electorales.

Entre ellos, por cierto, se encuentra quemar urnas. “Se penará con prisión de uno a tres años a quien: e) Sustrajere, destruyere o sustituyere urnas utilizadas en una elección antes de realizarse el escrutinio”. Idéntica pena cabe a quien sustraiga, destruya o adultere boletas. Por ende, la palabra ‘fraude’ no es jurídicamente válida en el derecho penal argentino, aunque tengamos una larga tradición en la materia. Para quienes aprecian las cosas de este modo, es cierto, no ha habido fraude, ni ahora ni nunca antes, ni durante la generación del ochenta, ni en la restauración conservadora. Conste que hay para quienes el fraude no existe.

Sin embargo, la idea de fraude sí existe en el derecho general y consiste en una serie de maniobras engañosas, e incluso delictivas, tendientes a cambiar el resultado que determinado hecho hubiese tenido de no existir tales maquinaciones. Desde lo idiomático, según la Real Academia, fraude es una ‘acción contraria a la verdad y a la rectitud, que perjudica a la persona contra quien se comete’, o bien un ‘acto tendente a eludir una disposición legal en perjuicio del Estado o de terceros’. Desde este punto de vista, el fraude electoral en la Argentina es sistemático. Continuar leyendo

Mártir o libre

La Revolución de Mayo de 1810, fue en realidad, una revolución pensada y ejecutada en pos de la libertad, de un cambio de régimen político y social y no solamente de la independencia de la corona española. Al menos por una parte de quienes celebraron el Cabildo Abierto de ese 25 de mayo. Y si bien pereció en los hechos, enmarañada entre reyertas internas, dejó el pensamiento de esos hombres como una referencia atemporal del destino que deberíamos buscar.

Bernardo de Monteagudo no participó de aquel 25 de mayo de 1810. No pudo porque estaba preso, habiendo protagonizado con solamente 19 años, exactamente 12 meses antes, el primer estallido revolucionario en Chuquisaca, la mecha que encendió la revolución en el Río de la Plata. Inevitablemente docta, Chuquisaca contaba entre sus 15 mil habitantes con mil universitarios entre profesores y alumnos de su legendaria casa de estudios. Entre estos últimos estaba Monteagudo. Aquel atisbo revolucionario fracasó y preso de grilletes el patriota pasó más de un año en la Real Cárcel de la Corte de Chuquisaca.

Allí recibió noticias de la gesta de mayo y del Cabildo Abierto del 25 en Buenos Aires, del plan del Secretario de la Primera Junta, Mariano Moreno, e incluso de que este último enviaba a Juan José Castelli en expedición al norte. En noviembre de 1810 consigue fugar y alcanza a Castelli en Potosí, donde se une a sus filas.

La Revolución de Mayo se extingue en los hechos con la “muerte dudosa” de Moreno en alta mar, pocos meses después, en marzo de 1811, pero no en las ideas. Un grupo de patriotas revolucionarios continúan difundiendolas en dos periódicos: “La Gazeta de Buenos Ayres” y “Mártir o Libre” dirigido justamente por Monteagudo. Conmemorando la gesta de 1810, dos años después, (misma fecha pero de 1812) escribe en su periódico: “¿Qué razón hay para que un pueblo que desee ser libre no despliegue toda su energía sabiendo que es el único medio de salvarse?… Para dejar de ser esclavo basta muchas veces con un momento de fortuna y un golpe de intrepidez; más para ser libre, se necesita obrar con energía y fomentar la virtud… Energía y virtud: en estas dos palabras se ve el compendio de todas las máximas que forman el carácter republicano”.

Doscientos tres años después de aquel artículo de Monteagudo, seguimos inmersos en la batalla por el republicanismo, como si el tiempo no hubiese pasado. La lucha de los revolucionarios de mayo cayó diluida por quienes pretendían mantener los privilegios de los sectores dominantes de la sociedad, fuesen españoles o criollos, y fue superada por reyertas internas plagadas de debates de egos personales e intereses mezquinos. El interior contra Buenos Aires, federales y unitarios, caudillos contra caudillos, fraude electoral y supresión de las minorías, golpes de estado, peronistas y antiperonistas, venganzas, violencia, represión, genocidio, todo menos república, y así trascurrimos hasta 1983.

Tal vez golpeados por nuestras propias atrocidades, pueblo y gobierno, en aquella etapa de recuperación democrática, pusieron al republicanismo por sobre cualquier otra necesidad. Ya no hubo venganza sino justicia, no hubo represión sino debate de ideas, creímos sepultada la violencia como modo de hacer política y recuperamos la esperanza. Así fue unos años.

Pero la calidad democrática y republicana comenzó a degradarse después de ese cenit histórico. Desde los 90, vivimos diversas manipulaciones de los poderes del Estado y el uso del gobierno para los fines personales de quienes los ejercían, además de diversos tipos de violencia, al menos retórica, desde el poder. Agrandamos o achicamos la Corte Suprema de acuerdo a los intereses del partido gobernante, deslegitimamos el Poder Legislativo con diputados “truchos” votando en sesiones clave, sancionamos normas o aprobamos pliegos con mayorías menores a las requeridas por la Constitución, tratamos de imponer leyes abiertamente inconstitucionales y hasta buscamos reformar la carta Magna a la medida de las necesidades de los 50 tipos que nos gobiernan.

Lo cierto es que la calidad democrática y republicana entró en un tobogán sin salida los últimos 25 años, y con formas menos criminales pero igualmente eficientes, hemos sufrido un retroceso doloroso. ¿Por qué ocurrió esto? Monteagudo lo explica en el mismo artículo citado: “Mas yo no veo que ningún pueblo haya desplegado jamás este carácter, sin recibir grandes y frecuentes ejemplos del gobierno que lo dirige… Nada importará que el guerrero pelee como ciudadano, y el ciudadano obre como un héroe, si los funcionarios públicos sancionan los crímenes con su tolerancia y proscriben la virtud con el olvido”.

Y entonces entendemos que hemos elegido mal, porque cambiamos nuestras prioridades, creímos que teníamos derechos adquiridos inalienables, inviolables. Temimos y el temor nos hizo dóciles, condicionó nuestra elección.

De tal modo entendimos que no podíamos aspirar a más que al “roban pero hacen”. Esa película termina siempre igual: el ladrón cada vez hace menos y roba más, y para robarse nuestros bienes, se roba también nuestra libertad, nuestra independencia, nuestro derechos. Ha sido una mala elección, conformista, pese a lo que se diga, la sociedad argentina tiene el ego maltrecho y padece la patología de la mujer golpeada que cree que no puede aspirar a más. Y por cierto, ese sentimiento se alentó desde el poder, como herramienta de control social y ciudadano. No hay fraude electoral más eficiente que ese, ni el voto cadena, ni robarse la boletas, ni siquiera alterar el recuento de las urnas: el peor y más efectivo fraude ha sido hacer creer a la gente que no merece más, que no puede aspirar a otra cosa que a que la roben.

La carencia de calidad republicana, las instituciones deficientes, hacen que los trabajadores dejen enormes cantidades de sus salarios en manos del Estado, que la educación pública sea deficiente y la privada carísima, que no haya trabajo, que se manipule a la gente con presunta caridad estatal interesada. Elegir entre la posibilidad de pago en cuotas de un electrodoméstico o un viaje de placer al Caribe, y la plena vigencia de las instituciones de la república es una sentencia sobre el futuro de nuestros hijos.

En agosto y octubre volveremos a tener nuestra mejor arma en la mano, y se percibe, incontenible, la necesidad de cambio. Entender por dónde viene ese cambio está en nosotros. Buscar, como dice Monteagudo, un gobierno que represente los valores de lo que necesitamos, es nuestra decisión.

En legítima defensa de la institucionalidad

El rechazo de la Corte Suprema de Justicia a la lista de conjueces que el Gobierno aprobó en el Senado hace un año y medio por simple mayoría es un acto de defensa propia y de los terceros, los ciudadanos, que esperan mantener un grado mínimo de institucionalidad en vigencia.

El Alto Tribunal, en su rol de cabeza del Poder Judicial, no puede verse sometido a un golpe de Estado institucional desde otros poderes, sin ejercer tal derecho, y lo ha hacho seleccionando el modo y la oportunidad, para declarar la inconstitucionalidad de la lista de conjueces oficialistas.

El plan para destrozar a la Corte, descripto hace pocos días en este mismo medio, incluía la utilización de esa irregular nómina, cambiando el orden de prelación para la ocupar las vacancias en el Alto Cuerpo, para luego ampliar el número de miembros e “invadirla” con conjueces a la medida del kirchnerismo.

Por cierto, la ampliación del número de miembros está entre las facultades del Congreso, es una medida que se ha tomado de modo reiterado de acuerdo a las necesidades políticas del Gobierno de turno; y también se encuentra entre las prerrogativas del Poder Legislativo, modificar la ley de ordenamiento del Poder Judicial, de modo de alterar el mecanismo de cobertura de vacancias actualmente vigente.

Nada de esto pudo haberlo impedido la Corte Suprema. Pero sí estaba en sus manos que esas vacancias fueran ocupadas por conjueces habilitados para ello por fuera de la ley, y así lo ha hecho. Los ministros tienen esta causa en sus manos desde que la lista se aprobó, en diciembre del 2013, durante una prórroga de sesiones ordinarias, pero ha decidido declarar su inconstitucionalidad ahora, cuando el Gobierno acechaba, buscando utilizarla para “ocupar” la Corte.

El uso de mecanismos ilegales para manipular o directamente dominar uno de los poderes constitucionales no es otra cosa que un golpe de Estado, debe detentar tal denominación, tanto como si se ordenara al Ejército entrar a ocupar el Palacio de Justicia, y eso es lo que intentaba el oficialismo.

La mentada lista de conjueces, poblada por diez juristas de pertenencia definidamente kirchnerista, fue aprobada por mayoría simple en el Senado. El problema es que su objetivo es ejercer, eventualmente, como Ministro de la Corte Suprema, y a tal fin, la Constitución Nacional establece la necesidad de los dos tercios de los miembros de la Cámara Alta.

Del mismo modo que no se puede ser Presidente de la Nación de otro modo que mediante el voto popular, obteniendo determinados porcentajes o yendo a una segunda vuelta; ni se puede tampoco detentar la calidad de legislador nacional sin ser electo por el pueblo; no se puede ejercer ni un minuto el rol de Ministro de la Corte Suprema sin los dos tercios de los respaldos de los miembros del Senado. Cualquier otro mecanismo es inconstitucional.

Es cierto, la Corte eligió el momento para resolver en esta causa, y lo hizo en su carácter de tribunal político, como cabeza de uno de los poderes del Estado, el que define el sistema republicano, y en defensa de los derechos propios y de terceros, preservando la tan agraviada institucionalidad.

Nunca más

La muerte del fiscal Alberto Nisman, solamente una semana después de haber denunciado una conspiración del Gobierno argentino para encubrir la responsabilidad de funcionarios iraníes en la voladura de la mutual judía AMIA, determina los próximos cien años de historia argentina, que será una o será otra, de acuerdo a los resultados y conclusiones que surjan de la investigación, de las responsabilidades que se establezcan respecto de su deceso, de cómo avance la causa que llevaba adelante, y de que ocurra con todas las pruebas que el fiscal decía tener y que lo llevó a imputar a varios funcionarios, de la presidente Cristina Fernández hacia abajo.

Nuestro país podrá ser un lugar donde la vida de nuestros hijos valga unos pocos centavos, donde ningún argentino de bien querría vivir, gobernado por mafias de una u otra ideología, da igual, que hacen y deshacen a su antojo, que asesinan a quien se interfiera con sus oscuros intereses con absoluta impunidad.

La Argentina será todo esto y seguramente cosas mucho peores si la prueba que Nisman decía tener ya no está, o indica cosas muy distintas a las denunciadas; o si se determina que se trató de un suicidio fruto de un amorío no correspondido justo el día previo a divulgar sus pruebas en el Congreso; o si debemos esperar diez años para saber que ocurrió; o si no lo sabemos nunca.

Y entonces habremos perdido la patria, el pasado y el futuro no tendrán sentido. Mariano Moreno y el General San Martín habrán perdido el tiempo y desperdiciado su vida, la lucha por el voto secreto, la recuperación democrática, los juicios a las juntas, y todo hombre que haya dado su vida, su salud o su intelecto por esta patria, habrá tirado su carne a las hienas, todo lo que hayan hecho habrá valido nada.

Nadie puede prohibirme ese optimismo casi patológico que periódicamente me atrapa sin razón alguna, de creer que por una vez algo distinto va a pasar, y que el después sea un homenaje a esta valiosa vida perdida y a tantas otras que se cegaron en distintas circunstancias. Y que la causa avance rápido, que se descubra y encarcele a los responsables del evidente homicidio, se enjuicie a los que elaboraron la patética puesta en escena, se dilucide el eventual encubrimiento del gobierno argentino que Nisman pretendió probar; y la Argentina pase a ser un país razonable, medianamente serio, donde las mafias tengan que tener cuidado en su accionar, una patria en la que uno pueda creer que hay alguna chance de que las organizaciones criminales no dominen complemente el Estado, un país que nos esperance en que si nuestros hijos se forman, trabajan con ahínco y dedicación, podrán crecer, ser felices, y vivir sin otros temores que los lógicos de cualquier persona que vive en una civilización.

“Nunca Más” fue la frase que quiso inaugurar una nueva etapa de nuestra historia, pero ¿nunca más qué?  La referencia no era una alusión exclusiva a la dictadura, eso es un torpe reduccionismo. Nunca más la muerte, nunca más el Estado vinculado o relacionado con el delito, el encubrimiento, los asesinatos en masa como en la AMIA.  Nunca más la impunidad total y vergonzosa y temible y desconcertante. “Nunca Más”, quiso decir, que el imperio de la ley empezaba a regir sobre los intereses mezquinos de los delincuentes.

El caso Nisman, su muerte y la investigación sobre el eventual encubrimiento que denunció, es un antes y un después, para bien o para mal, en la historia argentina y la vida de todos nosotros. Jamás nos imaginamos que 33 años después debíamos seguir luchando porque el espíritu del “Nunca Más” no sea pisoteado, pero hoy está al borde. Los asesinos de la democracia, de la ley, del estado de derecho, lo han llevado al filo del abismo. El “Nunca Más” está muy cerca de haber muerto con Alberto Nisman.

 

Disparate jurídico y abuso propagandístico

En los últimos tiempos, diversos dirigentes políticos pusieron sobre la palestra la presunta necesidad de declarar imprescriptible la acción penal sobre los sujetos imputados por delitos de corrupción administrativa. La sucesión de gobiernos cuyo final se ve envuelto en una marea de corruptelas diversas ha generado un intenso reclamo social, y la respuesta política parece vincularse con la derogación del instituto de la prescripción respecto de tales delitos.

Debo adelantar que tal propuesta es un disparate jurídico de proporciones. Es cierto que la jurisprudencia internacional penal ha declarado imprescriptibles los delitos de lesa humanidad como el genocidio, pero el fundamento de tal imprescriptibilidad se basa en la profundidad y generalidad del daño causado, y es relativo a las altas penas que les correspondería. Digamos que si por un homicidio simple pueden corresponder 25 años de prisión, un genocidio requiere el homicidio de muchas personas, y que se fundamente en razones religiosas o étnicas o políticas o raciales, es decir consistiría en una suma de homicidios agravados penados con prisión perpetua, por ende si la prescripción operase transcurrido del tiempo del máximo de todas esas condenas sumadas no operaría jamás.

Antes de continuar hay que profundizar sobre el origen, espíritu y naturaleza de la prescripción. Dicho instituto se basa en la necesidad de certezas jurídicas para los justiciables. El Estado tiene una herramienta punitiva extraordinaria consistente en la sanción penal y su aplicación, pero en el estado de derecho los poderes encuentran siempre límites y uno de estos es el temporal. Habiendo cometido una persona determinado delito, y luego transcurrido todo el plazo de una eventual condena sin cometer otro, y siendo en esta hipótesis que el Estado se mostró incapaz de determinar en ese lapso las responsabilidades del caso, sería ilógico que el Estado traslade a los particulares el costo de tal incapacidad, creando un estado de inseguridad jurídica eterno, que resulta repulsivo a cualquier concepto de Justicia.

De hecho, la noción de “plazo razonable” de un proceso podemos encontrarla en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre, en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y en el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos, todas convenciones internacionales incorporadas a nuestro cuerpo constitucional en la reforma de 1994. Por ende, en caso de intentar derogar el delito de prescripción de nuestro ordenamiento para los delitos de “corrupción”, debería modificarse la Constitución Nacional.

Ahora bien, al margen de tal impedimento, deberíamos analizar la razonabilidad de la iniciativa. En principio los delitos de corrupción administrativa son socialmente lacerantes de modo masivo. Es decir, en tal aspecto resultan similares a un genocidio, puesto que el dinero común mal habido por unos pocos, resulta una perdida sustancial en los derechos de muchos, que concluyen en muertes por deficiente atención médica, carencia de expectativas por falta de educación, o deficiencias de por vida por no haber incorporado los alimentos adecuados.

No obstante, dichas consecuencias son mucho más indirectas que en el caso del genocidio. Por otro parte ¿cuánto más dañoso para la sociedad es un acto de corrupción que la violación de una menor o el homicidio de un anciano? Y sin embargo ambos delitos prescriben. En principio podría creerse que solo se trata en tales casos, de un particular damnificado y no de toda la sociedad, aunque también puede leerse que tales actos nos afectan a todos.

Siguiendo la lógica de la masividad del daño, ¿por qué sería imprescriptible un “prevaricato” y no lo sería una “traición a la patria”? O en todo caso ¿por qué sería imprescriptible una “negociación incompatible con la función pública” y no lo sería alzarse en armas contra los poderes constitucionales? Parece carecer de toda lógica jurídica y tratarse de un abuso propagandístico de quienes proclaman la idea.

De hecho, el legislador ha encontrado como mucho más grave un “homicidio simple” que un “incumplimiento de deberes de funcionario público”, puesto que lo ha penado con mucha más severidad en cuanto a los montos de condena. ¿Cómo podemos seriamente pretender transformar en imprescriptible un delito cuya pena mayor alcanza los dos años de prisión?

Bien posible resulta incrementar las penas para tales delitos de corrupción y con dicho incremento, se prolongaría de hecho el plazo de la prescripción de los mismos, otorgando así más tiempo a la Justicia para hacerse de las pruebas necesarias.

Pero lo más efectivo sería generar los mecanismos para contar con una Poder Judicial activo y eficiente para dilucidar los casos de corrupción, menos influido por el poder político, menos preocupado por seguir los tiempos de otros poderes; en síntesis, más independiente. Un Consejo de la Magistratura con concursos totalmente transparentes, y procesos de sanción y destitución que juzguen adecuadamente los desempeños, al margen si se investigó a tal o a cual. Lo que es necesario es madurez institucional y una sociedad preocupada por alcanzar tal madurez, como requisito sine qua non para el desarrollo social y económico.

En tanto, los políticos que utilizan discursos con propuestas inaplicables, basándose en las necesidades sociales para abusarse de la buena fe del pueblo, haciéndole creer que es posible algo que no lo es, flaco favor le hacen esa imprescindible madurez.