Por: Horacio Minotti
Mucho se ha debatido en los últimos días, a raíz de una serie de sucesos institucionalmente graves durante los procesos electorales, sobre si existe o no el fraude en la Argentina. Y desde el punto de vista jurídico, lo cierto es que el Código Nacional Electoral no define el fraude. Lo que hace, a partir del artículo 125 de dicho cuerpo legal, es establecer una serie de infracciones y tipificar un grupo de acciones que considera delitos electorales.
Entre ellos, por cierto, se encuentra quemar urnas. “Se penará con prisión de uno a tres años a quien: e) Sustrajere, destruyere o sustituyere urnas utilizadas en una elección antes de realizarse el escrutinio”. Idéntica pena cabe a quien sustraiga, destruya o adultere boletas. Por ende, la palabra ‘fraude’ no es jurídicamente válida en el derecho penal argentino, aunque tengamos una larga tradición en la materia. Para quienes aprecian las cosas de este modo, es cierto, no ha habido fraude, ni ahora ni nunca antes, ni durante la generación del ochenta, ni en la restauración conservadora. Conste que hay para quienes el fraude no existe.
Sin embargo, la idea de fraude sí existe en el derecho general y consiste en una serie de maniobras engañosas, e incluso delictivas, tendientes a cambiar el resultado que determinado hecho hubiese tenido de no existir tales maquinaciones. Desde lo idiomático, según la Real Academia, fraude es una ‘acción contraria a la verdad y a la rectitud, que perjudica a la persona contra quien se comete’, o bien un ‘acto tendente a eludir una disposición legal en perjuicio del Estado o de terceros’. Desde este punto de vista, el fraude electoral en la Argentina es sistemático.
Y si se sale de la literalidad jurídica casi ridícula y se entiende que las conductas tipificadas como un delito electoral por la ley lo han sido de ese modo porque constituyen distintas variantes de fraude, entonces se roza la hipocresía diciendo que lo que viene ocurriendo no es fraude. Si se robaron boletas y los ciudadanos no han podido emitir su voto como hubiesen deseado, claramente se influyó en el resultado de la votación. Y si se quemaron urnas para que los votos insertos en ellas no se contabilicen, más aún.
De tal modo que sí, hay fraude. Siempre hay fraude, sistemáticamente hay fraude. El sistema boletas con paños fraccionables por categorías, provistas por los partidos políticos, es un sistema proclive al fraude. El transporte de urnas por parte de una empresa de correos hasta el lugar del escrutinio definitivo, sin otro reaseguro de buena llegada a destino que la bondad de los empleados de dicho empresa, facilita el fraude. El recuento provisorio en manos de un organismo dependiente del Gobierno nacional, que se encuentra controlado por un partido político que, sin dudas, participa de la contienda electoral, es fraudulento.
Robarse boletas del cuarto oscuro, como hemos visto en fotografías incluso con boletas saliendo del bolsillo del algún candidato mientras emitía su propio voto, es un delito, porque constituye un fraude. De la misma envergadura que quemar urnas, porque tiene la misma sanción legal.
Ahora bien, diversos sectores de la oposición están planteando un cambio en el sistema de emisión del sufragio como modo de salvaguardar la voluntad del votante, reiteradamente vulnerada. Y no está mal, es un primer paso. ¿Qué soluciona la boleta única? No es posible robarlas, destruirlas ni adulterarlas, carece de sentido hacerlo, pues todos los candidatos están en ella, no los de un partido. Por otro lado, el Estado es quien debe asegurar la provisión y no los partidos, lo que genera equidad electoral entre quienes rentan fiscales y quienes no lo hacen por principios o falta de fondos. En otro sentido práctico, abarata el proceso electoral, dado que ya el Estado no debe otorgar a los partidos fortunas públicas para que cada uno imprima sus boletas (hoy cada partido recibe el valor de una boleta y media por elector en las PASO y de dos boletas por elector para las generales), sino que es el propio Estado quien imprime una boleta donde están todos.
No obstante, debe decirse que esto no soluciona todo el problema. Solo para ejemplificar, al no haber otro resguardo del recuento inicial que se hace en la misma aula de la escuela donde se votó, la “pérdida”, el incendio, la destrucción, etcétera de la urna con su contenido durante el traslado hacia el centro de cómputos puede producirse de todos modos.
Asimismo, el hecho de que el recuento provisorio esté en manos de un Gobierno administrado por un partido que participa de la contienda electoral promueve que se gradúe la entrega de resultados a su conveniencia, que se manipulen y otras tantas variantes irregulares.
De este modo, es cierto, el cambio del instrumento de emisión del sufragio se hace fundamental a estas alturas y es urgente en estas circunstancias fraudulentas y violentas. Pero no es el único cambio que debe producirse en el sistema electoral. Y terminada la elección, los dirigentes suelen olvidar estos problemas. Buscar un mecanismo de resguardo del recuento inicial, tal vez digital, y establecer una autoridad electoral autónoma del Poder Ejecutivo, como existe en muchos países del mundo, parece imperioso y fundamental para garantizar el sistema democrático.