Es sintomático que alguien haga política tratando de infundir temor. Los peores años de la Argentina transcurrieron en un clima de miedo. A decir, a hacer, incluso a haber visto, o a estar en una agenda. El miedo no nos vino solo, nos quisieron dar miedo, trataron de atemorizarnos para que pensásemos o actuáramos de tal o cual modo, para sojuzgarnos. Volver a la política de atemorizar al ciudadano, al votante, para condicionar su conducta es, una vez más, propio de las dictaduras. Podría decirse que jamás un Gobierno elegido por el voto popular tuvo tantas características de una tiranía, en eso el kirchnerismo es realmente especial, único.
Desesperado por el resultado electoral de la presidencial, el oficialismo incrementó su campaña del miedo, que, por cierto, no empezó ahora. Si uno recuerda a aquel pobre empleado de una inmobiliaria que se le ocurrió decirle a un periodista que habían bajado las ventas y la AFIP se le vino encima, mientras la Presidente lo destruía por cadena nacional, uno entiende que la estrategia del miedo no es de hoy. Pensando en la mecánica del temor se me vino a la cabeza Alberto Nisman, no sé bien por qué.
Sin embargo, el juego del terror tiene también sus dificultades. Para infundir miedo el emisor del mensaje debe ser creíble. Decir que determinada persona acarreará sobre nosotros las siete plagas de Egipto necesita que quien lo diga goce de credibilidad, porque se trata de un disparate de tal magnitud que solamente la fe en el emisor puede nublar de tal modo la razón como para hacer creíble el mensaje. Continuar leyendo