Sin derecho a la alegría

Fue un domingo distinto. Perdimos la final de la Copa del Mundo. Sin embargo, habíamos vuelto a vivir la alegría. Alegría por haber llegado hasta la instancia final del torneo de fútbol más importante del mundo.  Alegría por ser espectadores de lujo del compromiso genuino de los jugadores. Alegría por las generaciones que no vivieron las alegrías pasadas. Una alegría sincera y madura, preparada para festejar con verdadero orgullo un subcampeonato. La alegría que nos regaló la Selección Nacional. Esa que, en la cotidianeidad, se nos niega. Esa que no se respira diariamente ni en el subte, ni en el tren, ni en la calle. La que no se ve reflejada en las caras de los que van a trabajar, de los que estudian o de los que caminan la ciudad. 

Por la noche, Argentina nos mostró su otra cara. La de la derrota. Fuimos testigos de la violencia, fuimos rehenes de los inadaptados, de aquellos que están al margen. De los que no saben o no pueden festejar. Y la verdad es que la noticia no sorprende. Si nos miramos bien adentro, podremos confesar que lo podíamos suponer. Esa triste desilusión de conocer el final. Somos el país en el que se discute si la violencia fue organizada o no. Con sinceridad, organizado o no, es triste igual. O, acaso, ¿no resulta doloroso saber que existen aquellos a los que se los puede “organizar” para provocar estos desmanes?

Pero no era sólo ése el espectáculo que nos tenía preparada la noche. También vimos con asombro, o sin él, cómo ninguna de las fuerzas de seguridad cumplía con su deber. Y eso que contamos con varias. Ni la Policía Federal, ni la Policía Metropolitana actuaron para controlar la situación que se intuía ya muy descontrolada. No una, dos fuerzas de seguridad eran las que presenciaban la escena que le regalaban los violentos. Gastamos presupuesto para contar con una nueva fuerza de seguridad, pero que en los hechos no brinda seguridad. Y esto lo hacemos por dos. La anomia es total.

Perder es no conseguir lo que se espera, se desea o se ama. Derrotar es vencer o ganar en enfrentamientos cotidianos o destruir a alguien en la salud o en los bienes.  Ayer, Argentina perdió en el fútbol. Porque no consiguió lo que se deseaba y se amaba. Pero eso nos llenó de orgullo, porque entendimos que no se fracasa cuando se intenta con alma y corazón, cuando se hacen todos los esfuerzos por conseguir lo anhelado. Pero, lo que es peor, ayer Argentina sufrió una derrota en la calle. La que nos demuestra que algunos pueden destruir el sueño de festejar con orgullo, lo que la Selección nos regalaba con esfuerzo.

No va más

Se trata de un negocio millonario. Próspero. Que ha crecido a pasos agigantados en nuestro país. Para entender el avance de la industria del juego, podemos mencionar que durante el 2013 los argentinos apostamos, en cualquiera de las modalidades de juego ofrecidas, $105.600.000.000. También debemos hacer referencia que en la República Argentina existen más de 500 casinos; que la Provincia de Buenos Aires cuenta con más de 21.000 máquinas tragamonedas y, que el segundo distrito con más máquinas tragamonedas del país es la Ciudad Autónoma de Buenos Aires con 6.031 posiciones. A su vez, el Hipódromo de Palermo, con sus más de 4.700 tragamonedas, es la segunda sala más importante del mundo.

El Estado Argentino ha facilitado y fomentado el crecimiento de este negocio durante años. Lo hizo en octubre del 2003, cuando sancionó durante la gestión del entonces Jefe de Gobierno Porteño, Aníbal Ibarra, la ley 1182 por medio de la cual la Ciudad de Buenos Aires retrocedió un peldaño más en su aspiración de autonomía, cediéndole la explotación de la actividad a Lotería Nacional. Lo hizo también en el 2007, cuando el entonces presidente Néstor Kirchner sancionó el decreto 1851, con el que se extendió la concesión de la explotación de las máquinas tragamonedas hasta el año 2032 al empresario Cristóbal López, y se exigió como “condición” el aumento de la cantidad de máquinas.

Y por último, lo hizo en diciembre de 2013 cuando el actual Jefe de Gobierno Porteño, Mauricio Macri, firmó la adenda al convenio celebrado en el año 2003, que exime a los operadores de la actividad, del pago de los Ingresos Brutos adeudados. A cambio, aceptó el pago del 3% de la recaudación en concepto de canon especial y suplementario.

Sin embargo, nada se menciona respecto a los mecanismos de verificación que deben ejercerse para un control efectivo de la recaudación de la actividad. Es evidente que no está en la agenda de la Ciudad detentar el efectivo poder de policía que por imperio constitucional le corresponde. Negocio redondo: amplias concesiones, discrecionalidad impositiva, y difusos y escasos controles.

Es por ello que el pasado 14 de marzo hemos presentado desde el bloque Suma + UNEN un proyecto de ley que establece un sistema de verificación en tiempo real, aplicable a las máquinas tragamonedas en el ámbito de la Ciudad de Buenos Aires. El mismo dispone que los operadores de juegos de azar de la Ciudad deberán adecuarse, dentro de los 90 días de promulgada la ley, al nuevo sistema de verificación online. Para ello, deberán contratar a su costo entre los oferentes de sistemas de verificación online, un sistema que cumpla con los requisitos técnicos establecidos en la normativa.

En la Provincia de Buenos Aires, donde existe un sistema de control online, cada máquina puede dejar una ganancia de $2000 diarios. En el Hipódromo de Palermo declaran recaudar $1200 por día, por unidad. Vale decir que prescindir de los controles necesarios le cuesta a la Ciudad de Buenos Aires alrededor de 3000 millones de pesos por año. El Jefe de Gobierno porteño ha manifestado públicamente que, con el déficit que genera Aerolíneas Argentinas, la Ciudad podría urbanizar todas las villas de emergencia. La buena noticia es que, aplicando un sistema de verificación en tiempo real a las máquinas tragamonedas, podrá cumplir aquel deseo o, por ejemplo, construir 7500 viviendas sociales, incorporar 1500 policías a la metropolitana, comprar 25 vagones de subte, construir 15 escuelas y 15 km de metrobús, entre otras obras que mejorarían la calidad de vida de los habitantes y residentes de la Ciudad de Buenos Aires.

Resulta evidente que un país serio no crece de la mano de una actividad que genera conductas socialmente disvaliosas. Ahora bien, si vamos a permitir que se explote el negocio, debemos exigir que los dueños paguen lo que corresponda, y que el Estado ejerza su efectivo y constitucional poder de fiscalización. Para ello son necesarias, normas que así lo regulen y, en los hechos, la voluntad de concretarlas.