La eficiencia de una autocracia se mide, entre otras cosas, por su capacidad inalterable de controlar la información. Todo pasa por un tamiz ideológico. Unos tipos, sentados en una oficina climatizada, revisan con lupa lo que la gente debe ver, escuchar o leer. Libros, discos, noticias, novelas, filmes y seriales deben ser autorizado por el censor ideológico del Partido Comunista de Cuba. Todo aquello que el régimen no haya autorizado puede ser considerado delito. Granma, Juventud Rebelde, Trabajadores y el resto de los órganos provinciales del Partido deben tocar la misma melodía. Todo se planifica. Pocas cosas quedan a la espontaneidad.
A una orden de arriba, los dóciles reporteros deben escribir, por ejemplo, sobre la a crisis económica en Europa, la indisciplina social en la isla o culpar a los intermediarios privados por el alto precio de los productos agrícolas. Fidel Castro siempre lo dijo: la prensa en Cuba es un arma de la revolución. Y con ella disparan. En los medios usted puede encontrar reportajes de calibre o crónicas sociales agudas, pero nunca una encendida polémica política. Los periodistas oficiales más talentosos juegan en tercera división. No son bien vistos. La obediencia prima. La prensa local, sinónimo de mediocridad, está diseñada para desinformar. Su manual de estilo es verde olivo.