Ser joven no es una virtud ni un defecto, como tampoco lo es ser viejo. Sin embargo, en política es habitual escuchar valoraciones positivas de lo uno y de lo otro: “Qué bueno que los jóvenes se involucren en política”, dicen algunos; o resaltan la virtud de la experiencia de un candidato. La realidad es que lo importante es menos la edad que la capacidad para hacer algo distinto, para aprender, para cambiar: jóvenes o viejos, tras muchos años de estancamiento, Argentina necesita cambiar.
La virtud viene de lo que hacemos con nuestras vidas, no de la edad que tenemos. Lo que sí traen los jóvenes es la esperanza del cambio. Por definición, nacieron y crecieron en el mundo que sus padres crearon y en gran medida lo entienden mejor. Manejan mejor la tecnología que sus padres, se comunican al doble de velocidad que ellos y procesan una cantidad de información impensable décadas atrás. Es cierto que la juventud es un accidente cronológico, pero también lo es que parece ser la astucia de la historia para que, paso a paso, avancemos y progresemos.
Esa esperanza de cambio, sin embargo, no siempre se cumple. Un peligro viene de la idea, aparentemente bienintencionada, de: “Los jóvenes son el futuro”. Por un lado, lo serán sólo y en cuanto se sumen a construir el futuro. Pero el problema es otro: la idea, el mantra, el cliché de que los jóvenes son el futuro es también una manera sutil de robarles el protagonismo en el presente. Si son el futuro, les toca esperar y su momento aún no llegó. Muchas veces, cuando un político más viejo le dice al joven que su tiempo es el futuro, simplemente está posponiendo su llegada a la discusión del ahora. Este peligro se salva haciendo algo muy sencillo: no posponiendo la participación y la discusión para otro momento. Continuar leyendo