Por: Iván Petrella
Ser joven no es una virtud ni un defecto, como tampoco lo es ser viejo. Sin embargo, en política es habitual escuchar valoraciones positivas de lo uno y de lo otro: “Qué bueno que los jóvenes se involucren en política”, dicen algunos; o resaltan la virtud de la experiencia de un candidato. La realidad es que lo importante es menos la edad que la capacidad para hacer algo distinto, para aprender, para cambiar: jóvenes o viejos, tras muchos años de estancamiento, Argentina necesita cambiar.
La virtud viene de lo que hacemos con nuestras vidas, no de la edad que tenemos. Lo que sí traen los jóvenes es la esperanza del cambio. Por definición, nacieron y crecieron en el mundo que sus padres crearon y en gran medida lo entienden mejor. Manejan mejor la tecnología que sus padres, se comunican al doble de velocidad que ellos y procesan una cantidad de información impensable décadas atrás. Es cierto que la juventud es un accidente cronológico, pero también lo es que parece ser la astucia de la historia para que, paso a paso, avancemos y progresemos.
Esa esperanza de cambio, sin embargo, no siempre se cumple. Un peligro viene de la idea, aparentemente bienintencionada, de: “Los jóvenes son el futuro”. Por un lado, lo serán sólo y en cuanto se sumen a construir el futuro. Pero el problema es otro: la idea, el mantra, el cliché de que los jóvenes son el futuro es también una manera sutil de robarles el protagonismo en el presente. Si son el futuro, les toca esperar y su momento aún no llegó. Muchas veces, cuando un político más viejo le dice al joven que su tiempo es el futuro, simplemente está posponiendo su llegada a la discusión del ahora. Este peligro se salva haciendo algo muy sencillo: no posponiendo la participación y la discusión para otro momento.
También puede ocurrir que los jóvenes queden atrapados en estructuras antiguas y así no puedan dar nunca lo mejor. Otra manera de perder la fuerza transformadora es no cuestionando los consensos de los padres. En ese sentido, hay un parte de la juventud en política que siempre se mira en el espejo del capítulo más triste de nuestra historia, el del terrorismo, la dictadura y los desaparecidos. La memoria lleva a tener muy presente cuánto costó llegar a la democracia, la que a veces naturalizamos y hace falta colocar el recuerdo presente. Pero el discurso de la memoria corre el peligro de conducir a un resultado indeseado: el de una juventud paralizada fuera de su tiempo.
Hay un tercer peligro que deriva de una asociación que se suele hacer entre el lugar de la juventud en política con la militancia, entendiendo militancia como una defensa acérrima de ideas o convicciones establecidas por otras personas, por personas mayores. No hay virtud en “bancar” una causa o una bandera por el mero hecho de bancar. Creo que Nietzsche tenía razón cuando decía que el verdadero coraje no es el de defender las convicciones, sino el de cuestionarlas. La idea de que el lugar de los jóvenes es “bancar” una causa o ser un “soldado” es otra manera de robarles protagonismo. Es una postura que los pone en el lugar de simple acompañante y no de productor o transformador de la realidad. Nuevamente, como con la idea de que son el futuro, les quita protagonismo.
Lo peor que les puede pasar a los jóvenes es tener que empezar a hacerse cargo no sólo del mundo que heredan, sino también de mochilas que nos les corresponden. Deberían escapar siempre de ese lugar de relleno, de las viejas etiquetas y hacer lo contrario: traer categorías y perspectivas nuevas a la política. El futuro se hace con todos: los viejos, los jóvenes y los que están por venir. El futuro argentino será distinto si todos ellos, pero, sobre todo, si los jóvenes se animan a probar cosas distintas, a estirar los límites, a encarnar esa esperanza de cambio. Somos, individualmente y como país, lo que hacemos con nuestra libertad. Si queremos la transformación del país, necesitamos que los jóvenes traigan algo nuevo en serio.