Democracia sin miedo

Iván Petrella

Las campañas políticas basadas en el miedo no son una novedad. Sin embargo, no siempre se reconoce una verdad incómoda: la campaña del miedo no es en realidad una campaña contra un candidato particular, sino una campaña contra la democracia misma. Puede servir para que gane un candidato, pero es la democracia la que siempre pierde.

En Creative Democracy, el gran filósofo norteamericano John Dewey advertía que la democracia no es algo que se preserve por sí misma. Dicho de otra manera, hay que dejar de lado la idea de que una vez puesto en marcha un régimen democrático el trabajo ya está terminado. Una idea muy característica de Dewey es que la democracia es un modo de vida e, incluso, un modo personal e íntimo de vida. En este sentido, la democracia implica que cada uno tenga y practique un conjunto de actitudes y conductas acordes.

Esto lleva a una conclusión fundamental: no es que las personas se ajusten a las instituciones democráticas, sino que esas instituciones son expresiones de las actitudes y las disposiciones de las personas. Sin incorporar esta dimensión personal corremos el riesgo de que nuestra democracia quede como un simple mecanismo formal: una cáscara que, en realidad, no protege nada.

Adoptar una perspectiva como esta lleva a entender que el régimen democrático no se encuentra amenazado solamente desde los extremos de los golpes de Estado, sino que se erosiona con el deterioro de las actitudes y las conductas personales de los ciudadanos y los gobernantes. Por ejemplo, si somos intolerantes con las opiniones con las que no coincidimos, el resultado es la limitación de la comunicación entre nosotros, que conduce a una sociedad dividida en facciones y con barreras entre las personas cada vez más difíciles de cruzar.

Una democracia más fuerte requiere confiar en la cooperación para resolver las disputas, basándonos más en la conciliación de los puntos de vista que en la victoria de uno y la derrota del otro. Requiere también dejar de lado las actitudes vengativas, la ridiculización y la intimidación. Implica aceptar las diferencias y no querer aplastarlas, viendo que lo que no es como nosotros no nos amenaza, sino que nos enriquece. Por sobre todas las cosas, hay que aceptar que la democracia, que es el Gobierno de todos, funciona mejor cuando suponemos que el otro es una persona decente y falla cuando sospechamos que sólo quiere dañarnos.

La campaña del miedo es la antítesis de esto y por eso atenta contra la democracia. Es la suposición de que un frente electoral quiere el poder para dañar a los argentinos. Es la agresividad ante sus votantes, a los que se trata como si fueran malas personas y se agrede constantemente. Es la idea de que no importa insultar o mentir si se trata de imponer el punto de vista propio. Llevadas al extremo, estas actitudes conducen a escenas como la de una nena llorando en un video por el resultado de las elecciones y su madre que le dice, a modo de consuelo, que si Mauricio Macri es presidente van a ir a Plaza de Mayo a sacarlo. El miedo afianza divisiones y culmina en una triste paradoja: se cree que se defiende la democracia, pero en realidad no se hace más que perjudicarla.