Un tema fundamental que excede al debate sobre el anteproyecto de reforma del Código Penal -pero que no puede excluirse de la discusión sobre la cuestión criminal- es la cárcel. Si bien la prisión sigue siendo la pena por excelencia en el anteproyecto, se crearon distintos castigos alternativos. Algunos son restrictivos de la libertad ambulatoria; otros consisten en la prestación de trabajos a la comunidad, el cumplimiento de las instrucciones judiciales y la multa reparatoria.
Más allá de la discusión de este Código, la sociedad debe hacerse cargo de esos lugares oscuros en los cuales se apila a miles de pobres, en muchos casos hasta que mueran. El 70% de los presos están encerrados sin condena. El propio Estado reconoce que la tortura es una práctica sistemática en las cárceles tras 30 años de democracia. En resumen, la situación en los institutos penitenciarios de nuestro país es de emergencia. La tarea consiste en abrir las cárceles a la sociedad y sus organizaciones, con el horizonte de poder superar este paradigma, que no ha existido siempre y no tiene por qué prevalecer ad eternum.
Otros debates pendientes y también de enorme relevancia son el del Código Procesal Penal de la Nación, de claro corte inquisitivo, que ha sido en gran parte declarado inconstitucional, o la reforma de las fuerzas de seguridad nacionales y provinciales
Linchamientos, buenos, malos, y un debate que no debate
El último punto de los cuatro que venimos analizando desde la primera parte de este artículo, a los cuales se refiere el criminólogo Alessandro Baratta, tiene que ver con la opinión pública. Es lo que podríamos llamar la “batalla de ideas”, y el debate que se está dando merece algunas reflexiones.
La sola presentación del anteproyecto desencadenó una furibunda campaña de de la oposición de derecha con fuerte apoyo mediático, que arrastró a prácticamente todos los partidos políticos -incluso aquellos que formaron parte de la comisión reformadora- presentando una situación de alarmismo social que pregona un supuesto abandono por parte del Estado de los ciudadanos “de bien” frente a “los otros”, quedando los primeros en estado de desprotección.
Clarísimo ejemplo de esto son los “linchamientos” que se produjeron en las últimas semanas, una práctica en la cual “vecinos” (no es casual que se use este término, que tiene una íntima relación con la de propietario, o al menos inquilino regular, introduciendo el factor de clase) atacan ferozmente no a una “persona”, sino a un presunto “delincuente”, motivo aparentemente suficiente para legitimar una virtual ejecución sumaria.
Ha tomado particular conocimiento público el caso de David Moreira, el joven linchado en Rosario por más de 50 personas. Esta práctica se asemeja al fusilamiento, en el cual se busca una responsabilidad difusa, ya que el peso de la muerte no recaería exclusivamente en ningún autor individual. Los sectores más reaccionarios han salido públicamente a explicar estos sucesos por a una “ausencia del Estado”, que estaría siendo deficiente en el ejercicio de su función represivo-punitiva, y una presunta “ruptura del consenso social”. A partir de esto último, cabría preguntarnos quiénes son los que conformaron tal consenso. El denominador común de los distintos casos de linchamiento es que tiene como víctimas a chicos pobres. Difícilmente estos hayan aceptado un “consenso” que implique su marginación, el trabajo precario, la violencia institucional, mientras los ricos son cada vez más ricos.
La “discusión” del Anteproyecto está planteada también en estos términos de buenos y malos. Más allá del oportunismo de algunos políticos, se han dicho verdaderas barbaridades en lo que respecta a esta reforma. Uno de los caballitos de batalla es la oposición a la eliminación de la pena de la reclusión y de “la perpetua”. Primero debe recordarse que la pena de reclusión estaba en su origen asociada a tratos degradantes totalmente opuestos a una perspectiva de Derechos Humanos, motivo por el cual ha sido derogada en los hechos hace más de 50 años.
Lo mismo ocurre con la prisión perpetua. No puede eliminarse lo que no existe. La máxima pena aplicable con el código vigente es de 35 años (plazo en el cual en realidad podría accederse a la libertad condicional), y lo que se hizo con el anteproyecto es adecuar la pena máxima al Estatuto de Roma, que prevé 30 años como pena para el genocidio.
También se planteó un debate sobre la reincidencia, a partir de la falacia de que de aprobarse el anteproyecto daría lo mismo si se delinque una o mil veces. Esto no es cierto, ya que las penas se acumulan. Lo que se hizo fue seguir la corriente jurisprudencial que determina la inconstitucionalidad de la reincidencia, que hoy constituye una agravante, por violar el principio de non bis in idem, o prohibición de juzgar dos veces por el mismo hecho. Se abandona así una institución propia del derecho penal de autor, para pasar a juzgar a las personas por lo que hacen y no por lo que son, o por sus antecedentes. Pese a esto, el proyecto no plantea eliminar el registro de reincidencia.
Todo esto se basa en una premisa falsa, que es la asociación automática entre dureza de las penas y la inseguridad. Vienen a decirnos que la reducción de las escalas penales se traduciría en más delitos. No existe ningún sustento empírico para realizar una aseveración como esa. No vamos a desarrollar este punto porque requeriría una o varias notas más, pero sí es importante marcar la centralidad de este tema. Sin abordar esto, no tenemos siquiera un punto de partida para un debate amplio y honesto sobre la cuestión criminal.
Si pretende discutirse la inseguridad seriamente no puede hacerse sin contener fundamentalmente la mirada de los sectores populares, las principales víctimas tanto del delito como del sistema penal. Es así que la participación policial en las grandes empresas criminales como la trata o el narcotráfico tiene que formar parte de esta discusión. Lo que es seguro es que si las organizaciones populares permanecen en silencio por ser este “un asunto de la derecha”, serán justamente estos los que impongan su programa reaccionario.