Hace dos semanas, en la noche del viernes 28, se creó la impresión de que se había llegado a un acuerdo para superar la crisis en Ucrania, que desde el noviembre previo había reunido una multitud en la plaza principal de Kiev, la capital del país. “Es esto o la ley marcial”, advirtió el ministro de Exteriores, Sikorski, uno de los tres miembros de la delegación de la Unión Europea. Se refería al acuerdo alcanzado con el gobierno y el parlamento de Ucrania, por un lado, y Rusia, por el otro, para formar un gobierno de unidad nacional y convocar a elecciones presidenciales para diciembre. La coincidencia debía ser rubricada por la desmovilización de la multitud.
Demasiado bueno para ser cierto, el acuerdo no sobrevivió a su sola enunciación. Sea por responsabilidad de la represión, que comenzó a meter bala a los manifestantes; sea por la acción mortal de francotiradores, que podrían obedecer a las fuerzas de seguridad o a los grupos armados de la derecha (declaradamente fascistas y antisemitas) que controlaban la plaza; sea porque el hilo del paquete tenía muchas hilachas; sea por una combinación de estos factores, el acuerdo capotó a la velocidad de la luz. No llegó a la madrugada del sábado. La plaza lo rechazó y lo mismo hizo el presidente en funciones, Viktor Yanukovich, que eligió repudiarlo con una huida. Enseguida el orden público pasó al control de las organizaciones establecidas en la plaza, ante el repliegue de las fuerzas de seguridad. El gobierno provisional reunido para la ocasión no tiene autoridad ni en la residencia del gobierno.