Por: Jorge Altamira
Hace dos semanas, en la noche del viernes 28, se creó la impresión de que se había llegado a un acuerdo para superar la crisis en Ucrania, que desde el noviembre previo había reunido una multitud en la plaza principal de Kiev, la capital del país. “Es esto o la ley marcial”, advirtió el ministro de Exteriores, Sikorski, uno de los tres miembros de la delegación de la Unión Europea. Se refería al acuerdo alcanzado con el gobierno y el parlamento de Ucrania, por un lado, y Rusia, por el otro, para formar un gobierno de unidad nacional y convocar a elecciones presidenciales para diciembre. La coincidencia debía ser rubricada por la desmovilización de la multitud.
Demasiado bueno para ser cierto, el acuerdo no sobrevivió a su sola enunciación. Sea por responsabilidad de la represión, que comenzó a meter bala a los manifestantes; sea por la acción mortal de francotiradores, que podrían obedecer a las fuerzas de seguridad o a los grupos armados de la derecha (declaradamente fascistas y antisemitas) que controlaban la plaza; sea porque el hilo del paquete tenía muchas hilachas; sea por una combinación de estos factores, el acuerdo capotó a la velocidad de la luz. No llegó a la madrugada del sábado. La plaza lo rechazó y lo mismo hizo el presidente en funciones, Viktor Yanukovich, que eligió repudiarlo con una huida. Enseguida el orden público pasó al control de las organizaciones establecidas en la plaza, ante el repliegue de las fuerzas de seguridad. El gobierno provisional reunido para la ocasión no tiene autoridad ni en la residencia del gobierno.
Así descritos los hechos, no debiera sorprender que Vladimir Putin, el presidente de Rusia, haya puesto en marcha el dispositivo militar de ocupación de Crimea, la península sobre el Mar Negro, que alberga a la flota rusa, como consecuencia de un tratado que llega a 2050. Los nuevos gobernantes de Ucrania, hasta las elecciones convocadas para el 25 de mayo que viene, no ofrecían ninguna garantía de obediencia a ese acuerdo, y en todo caso podían ser fácilmente superados por las organizaciones de la derecha de Ucrania, que ya dominan algunas regiones en el oeste del país. El ingreso militar de Rusia a Crimea, la intención de desalojar de allí a las fuerzas armadas de Ucrania e incluso la posibilidad de ocupar alguna parte del este, constituyen un golpe o acción preventiva, desde donde discutir el cuadro estratégico de Ucrania sobre nuevas bases.
La restauración del capitalismo ha convertido a Rusia -no importa su extensión territorial o su arsenal nuclear – en un estado periférico; no tiene posibilidad ni intención de oficiar de alternativa estratégica a los estados capitalistas dominantes. Rusia podría devenir en un futuro en un estado subordinado de una coalición de estados capitalistas rivales – de ningún modo jugar un rol independiente. La posibilidad de que algún estado periférico (incluso de los de la UE) desempeñe un papel autónomo en la política mundial, depende de una revolución socialista. En esta hipótesis, su fuerza consistirá en su capacidad de convocatoria a los trabajadores del resto de los países más relevantes.
Las fuerzas en presencia de la crisis operan a pura improvisación. Ucrania se encuentra económicamente quebrada: no puede pagar la deuda pública, la factura de gas ni el salario de los empleados del Estado. Para mantenerla en su radio de influencia, Putin le había ofrecido un apoyo de 15 mil millones de dólares -entre créditos, subsidios a la provisión de gas y algún dinero en efectivo. La Unión Europea, a cambio del diez por ciento de la oferta rusa, pretendía que Ucrania firmara un acuerdo de libre comercio que habría liquidado la producción interna, entregado sus activos principales a los monopolios europeos y norteamericanos y, lo que no es menos importante, rematado las tierras más fértiles de Europa en beneficio del capital internacional.
El acuerdo preveía, como ha ocurrido ya con Egipto, la eliminación de los subsidios al consumo de energía por parte de las familias, lo cual dispara, ciertamente, el levantamiento de millones de ucranianos. Cuando la arquitectura que se improvisó para salir de la crisis se vino abajo, la UE reconoció que Ucrania necesitaba un rescate de 50 mil millones de dólares (de los cuales 20 mil dólares no se recuperarían nunca), pero no adelantó ni una sola moneda. Obama pretende que la plata la ponga Merkel y viceversa, un litigio que zanjaría, al menos en parte el FMI, con los recursos de todos los países asociados, pero en beneficio de un puñado. En medio de esta crisis, la eliminación mencionada de los subsidios, que reclama más que nadie el FMI, sería un disparate. Rusia, por su lado, luego de poner 3.000 millones de dólares, suspendió la entrega del resto de lo comprometido. Ucrania está al garete.
La separación de Ucrania de la periferia económica y estratégica de Rusia, sería un golpe potencial nada menos que a la unidad nacional de Rusia. Recorrida por numerosas nacionalidades, Rusia no es un estado nacional, el Cáucaso vive una guerra internacional desde hace una década. Las consecuencias centrífugas de la penetración económica y del tutelaje político del capital internacional, constituyen claramente una de las alternativas posibles de la restauración capitalista. Para la oligarquía que ha emergido del desmantelamiento económico de Rusia, Ucrania es un mercado vital y una vía de pasaje para el gas ruso a Europa; lo mismo ocurre, en sentido contrario, para la oligarquía de Ucrania. Pero estas mismas oligarquías, definitivamente instaladas en la City de Londres y en los paraísos fiscales, son un vehículo de la desintegración nacional.
Desde un punto de vista formal, la salida ‘pacífica’ podría estar servida; bastaría mantener el reconocimiento de las prerrogativas estratégicas de Rusia y sus nichos económicos, y acordar un rescate financiero de Ucrania. La posibilidad de este acuerdo se insinuó varias veces en estos pocos días. Los políticos locales se acomodarían a lo que se les diga. Pero se ha llegado a semejante crisis no por azar sino por razones de peso histórico. La restauración capitalista se encuentra empantanada; J. Sachs, un economista que intervino en la fase de disolución de la URSS, acaba de reiterar que la industria de tecnología de Rusia va a la obsolescencia sin la intervención del capital extranjero y reforzaría la condición de productor primario de Rusia.
El capital mundial necesita de una apertura de mucho mayor alcance de los nuevos mercados, porque lo procesado hasta ahora en China, Rusia y Europa oriental se ha agotado. No es casual que la UE no quiera admitir a Ucrania en Europa luego de haberlo hecho con los países bálticos y que le exija un nivel de desmantelamiento económico sin precedentes: es que ya no puede sostener como método de colonización económica la igualdad formal de derechos de todas las naciones en la Unión Europea. Europa enfrenta una deflación rampante, y Estados Unidos y Japón fracasan en los intentos de evitar ese destino. Un parche en Ucrania ahora sería el anuncio de crisis más graves en un futuro inmediato. Las nuevas huelgas en Egipto, frente al deterioro implacable de la economía, es una señal contundente de que la crisis mundial avanza en amplitud y en profundidad. Un parche diplomático tendría otro ‘inconveniente’: recentraría la crisis de Ucrania en el derrumbe interno del régimen económico y político. Se atenuarían las líneas de confrontación internacionales y la agenda pasaría a ser las condiciones de las masas. Una unidad social sobre estas bases es el terror del imperialismo y de la burocracia y oligarquía de Rusia. Nuestra consigna es: una Ucrania unida, independiente y socialista.