Un artículo de la revista brasileña Veja expone el que tal vez sea el más profundo y complejo debate que sustenta los modelos políticos que ideológicamente unen a Brasil, Venezuela, Argentina y Bolivia: sus ambiciosos programas de asistencia social.
El primer punto es que la llegada de gobiernos progresistas se sostuvo sobre un mensaje de fuerte contenido social, muy enfocados en resolver las inequidades del capitalismo y de la “década del neoliberalismo”.
Lula Da Silva, Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Evo Morales asumieron sus cargos en medio de situaciones críticas en cada uno de los países. El cambio mundial experimentado a partir del año 2003, en parte como consecuencia de la guerra de Irak, elevó al precio del barril de petróleo desde u$s22 hasta superar los u$s100. Este panoama le dio a Hugo Chávez, sentado sobre un mar de petróleo incalculable y de alta calidad, los recursos mil millonarios en dólares que permitieron abordar su gran revolución bolivariana: dinero del Estado para los pobres.
Paralelamente, los commodities como trigo, soja y maíz comenzaron a subir sus precios como consecuencia del éxito de las políticas de China, que gracias a una apertura económica permitió que 400 millones de chinos salieran de la pobreza a través de la creación genuina de empleo privado.
La cuadruplicación del precio de algunos commodities como la soja favoreció el notable incremento de las exportaciones de Brasil y Argentina, y dotó de dólares a sus gobiernos, al punto de que en Argentina se aplica una retención de 35% sobre las ventas al exterior de la oleaginosa que consumen los chinos capitalistas. Así, los gobiernos se apropiaron de buena parte de la renta privada que volcaron hacia la justicia social.
El aumento de los precios internacionales de los productos que casualmente se generan de las riquezas naturales de cada país aportó miles de millones de dólares a estas economías, y los presidentes de perfil socialista se encontraron con recursos impensados unos años antes.
Con mucha justicia, los gobiernos crearon los planes sociales para abordar la acuciante situación de los más desfavorecidos, aquellos que “quedaron fuera del sistema”. Así nació el plan “Jefes y Jefas de Hogar” de Argentina, el “Bolsa Familia” de Brasil, las “Misiones Bolivarianas” de Venezuela, entre otros.
Nadie pone en duda que los gobiernos deben velar por la igualdad de oportunidades y la resolución de los problemas de los que menos tienen. Los planes sociales surgieron para resolver una urgencia, y la sociedad debe aceptar que quienes más tienen paguen sus impuestos y que parte de esos fondos se destinen a solventar las necesidades básicas de los más desfavorecidos.
Unos 18 millones de argentinos, 50 millones de brasileños, 17 millones de venezolanos son beneficiarios de programas sociales, mayoritariamente consistentes en dinero en efectivo para afrontar las necesidades básicas.
El problema que no se debate es por qué después de tantos años de bonanza económica, las estadísticas muestran que hay más personas beneficiadas por estos programas. La lógica del crecimiento indicaría que en la medida que los países mejoran, el nivel de pobreza baja y la asistencia social se reduce porque las personas se insertan en el mercado formal de empleo.
En 10 años, Brasil pasó de 6 millones a 50 millones de personas beneficiadas por la “Bolsa Familia”. En ese lapso, el crecimiento económico brasileño fue envidiable. ¿Por qué este año casi 2 millones de personas más se sumarán al programa?
Los subsidios de asistencia social no han dejado de crecer en todos estos años. Los gobiernos actuales y los políticos de la oposición prometen más ayudas del Estado, nadie discute el fondo del debate: la sostenibilidad de un modelo asistencialista que se sustenta en las condiciones favorables generadas por un periodo de bonanza. Si el ciclo favorable cambia, es decir, si el dólar empieza a subir, los commodities a bajar, las tasas internacionales vuelven a rangos de 5% anual, no habrá dinero para que el Estado solvente subsidios al consumo, planes sociales sin contraprestaciones productivas y un gasto público ilimitado.
La sostenibilidad del “modelo” que hermana a Argentina, Brasil, Venezuela y Bolivia depende del liberalismo económico más básico: los precios del mercado regidos por la oferta y demanda de sus actores. Si la soja cayera por debajo de u$s400 y el petróleo retrocediera por debajo de los u$s75 u u$s80, los gobiernos asistencialistas tendrían que recurrir a otras medidas para sostener la ayuda social, tal vez impuestazos sobre la producción y las clases medias o simplemente emitir moneda sin respaldo y licuar déficits a través de la inflación. Ir por ese camino en el siglo XXI es un desastre que ya se probó y que las sociedades de estos países no se merecen. Ojalá no se les ocurra a nuestros gobernantes…