Las manos de Santana y los pies de Pelé

El Mundial terminará con una nota muy alta. El guitarrista Carlos Santana, único y genial, tocará en la ceremonia de clausura en Río de Janeiro.

Sé que odia los protocolos y las trampas de la FIFA, pero el planeta vibrará con sus dedos mágicos. Y quizás hasta nos sorprenda con alguna de sus inusuales declaraciones, más espiritual que musical o futbolera.

Hablé hace poco con él durante la gira de promoción de su álbum “Corazón,” realizado con artistas latinoamericanos y que está en los primeros lugares de ventas en varios países. Pero él no quería hablar de ventas, dinero o fútbol.

“Usamos la música para unificar este planeta”, me dijo. “Hay que hacer a un lado el concepto de patriotismo porque el patriotismo es prehistórico.” Su idea, por supuesto, choca de golpe con un mes de recalcitrante patriotismo en el Mundial; 32 equipos se han rasgado las camisetas y han aflorado los más extremos nacionalismos y fobias en la cancha y en las tribunas.

Pero él insiste. “Un pensamiento positivo crea millones de vibraciones positivas,” me dijo el autor de “Oye Cómo Va” y de “Supernatural.” “Solamente los que ven lo invisible hacen lo imposible.” Cuando hablé con Santana traía en mente uno de esos proyectos imposibles: juntar al Papá Francisco, al Dalai Lama y a varios presidentes, incluyendo a Barack Obama, en una conferencia por la paz. El estaba dispuesto a tocar para todos ellos y a ellos les tocaba hacer la paz.

La idea, creo, se esfumó. Pero en la clausura del Mundial, las notas de los dedos más rápidos del rock van a improvisar una revolución. ¿Qué hace Santana en un escenario? “Yo solo llevo a mis dedos de paseo,” me dijo. “No quiero perder mi capacidad de asombro. No tuve una niñez. Cuando era niño tenía que ayudar a mi papá en Tijuana para alimentar a mis cuatro hermanas y dos hermanos.” Este hombre de 66 años dice que se siente de 14 cuanto toca la guitarra.

Santana no saluda de mano. Da abrazos. A todos. Pero durante la entrevista le pedí si podía tocar sus dedos. Me los imaginaba largos y callosos, llenos de marcas y torcidos de historia. En cambio me encontré 10 dedos de bebé, llenitos, impecables, como recién hechos, como si nunca en la vida hubieran tocado una cuerda.

Los dedos de Carlos Santana y los pies de Pelé están, sin duda, entre las maravillas del mundo. Y este Mundial los une.

El año 1969 fue muy importante para Santana y Pelé. Santana se dio a conocer mundialmente en el festival de Woodstock. Ahí comienza la leyenda. Pelé, en cambio, mete ese mismo año su gol número mil en el estadio de Maracaná en contra del equipo Vasco da Gama. En ese 1969 -uno con sus dedos y otros con sus pies- pasan a la historia.

Pelé es, para mí, el mejor jugador que ha existido. Es el único con tres campeonatos del mundo. Era un imán. Una vez en la cancha, era imposible perderlo de vista. Este es, lo sé, un juicio enteramente personal. Su primer gol contra Italia en la final del Mundial en México en 1970 lo tengo grabado como un lunar. Marcó mi niñez y la de millones más.

Para otros, sin duda, el mejor del mundo ha sido Diego Armando Maradona. Una encuesta de la FIFA en el 2002 le atribuyó a Maradona el mejor gol de la historia. En el Mundial de 1986, en cuartos del final, Maradona se lleva a casi todo el equipo de Inglaterra desde la mitad de la cancha para anotar. Lionel Messi, Neymar y James Rodriguez son un espectáculo. Pero todavía no son como Maradona y Pelé.

El de Brasil ha resultado ser un gran Mundial. No solo por los goles, o por la impresionante actuación de los porteros – Guillermo Ochoa de México, David Ospina de Colombia, el jugador estadounidense Tim Howard, Ketlor Navas, de Costa Rica- o las inesperadas derrotas (¿qué les pasó a España, Gran Bretaña, Italia y Portugal?). Y la comprobación de que el fútbol latinoamericano es muchas veces más divertido y efectivo que el europeo.

El Mundial no tiene comparación. En la ceremonia de clausura del Mundial en Sudáfrica en el 2010 hubo 909 millones de televidentes. Esto es mucho más de los 111 millones de espectadores que vieron por televisión el último Super Bowl. El de Brasil promete romper todos los récords. En la internet y en las redes sociales ya lo hizo.

Mi trabajo -una bendición- me permitirá estar en la final en el Maracaná. Y me llevo a mi hijo, Nicolas. Quiero que sepa que los dedos de Santana, los pies de Pele y el fútbol son un regalo imposible de empatar.

Brasil no está listo

Brasil no está listo para la Copa Mundial de Fútbol. Ni lo estará. Hay demasiadas cosas pendientes. Pero no se preocupen. La pelota va a rodar a partir del 12 de junio, y por 90 minutos una y otra vez se nos olvidará todo lo que está mal.

Todavía hay estadios sin terminar, policías metiéndose en las favelas para evitar violencia -y una mala imagen al mundo- y protestas de quienes creen que los 11 mil millones gastados en fútbol hubieran estado mejor utilizados en escuelas y hospitales.

Ya es demasiado tarde para quejarse. La mayoría de los equipos ya están entrenando en Brasil (yo ya compré mis boletos para la final).

Me ha tocado cubrir cuatro mundiales como periodista: Estados Unidos, Corea del Sur/Japón, Alemania y Sudáfrica. Siempre ha habido reportes de que el país sede no está listo y, al final, siempre se realiza el torneo y los problemas se superan (o en el peor de los casos se improvisan soluciones). En Brasil está pasando lo mismo.

“Brasil empezó a trabajar demasiado tarde” dijo Sepp Blatter, presidente de la FIFA, el organismo internacional gobernante del fútbol, en una entrevista. “Es el país que más se ha atrasado desde que he estado en la FIFA a pesar de que es el único que tuvo tanto tiempo -siete años – para prepararse.” Brasil dejó todo para el final. Y se les acabó el tiempo.

“Es una vergüenza,” dijo el ex futbolista Ronaldo en una entrevista con Reuters, criticando los retrasos en la organización del evento. “Estoy avergonzado. Este es mi país y lo quiero mucho. No deberíamos difundir esta imagen en el exterior.”

Pero la presidenta Dilma Rousseff no se dejó meter un gol y le replicó al delantero. “Estoy segura de que nuestro país presentará la Copa de las Copas,” dijo. “Estoy orgullosa de nuestros logros. No tenemos ninguna razón para estar avergonzados, y no tenemos un complejo de inferioridad.” Al contrario. Si algo caracteriza a los brasileños, al igual que a los texanos, es que les gusta hacer las cosas en grande. De hecho, han tenido la audacia de ser anfitriones de la Copa Mundial y de los Juegos Olímpicos con solo dos años de intervalo. Genial.

Pero la burocracia brasileña es para arrancarse los pelos, y no ha estado a la altura de las circunstancias. El Mundial rápidamente los rebasó.

Tengo un ejemplo cerca de casa. El consulado de Brasil en Miami ha sido un verdadero desastre para atender a las miles de personas que quieren ir al Mundial y necesitan una visa. Hace varias semanas fui a solicitar una visa de turista para mi hijo, que me acompaña a Brasil. Llegué poco después de las 9 de la mañana y tuve que esperar más de tres horas para que me atendiera uno de los dos funcionarios disponibles. El consulado no estaba preparado para el Mundial.

La atención fue pésima y malhumorada, el sitio de Internet para solicitar la visa es tan confuso que genera más preguntas que respuestas, no aceptan tarjetas de crédito y nadie contesta el teléfono en el consulado para agilizar el proceso. Es tan frustrante que vi salir de ahí a dos adultos llorando.

Por supuesto, con un sistema tan malo, ineficaz y limitado, muchas personas tienen que regresar varias veces con documentos, pagos y absurdas solicitudes de dos fatigados burócratas que, con su pedacito de poder, le hacen la competencia a “El Castillo” de Franz Kafka. Fatal. El consulado de Brasil en Miami ha dado una muy injusta imagen de su país. Ojalá no sea un augurio. En lugar de darnos la bienvenida, su mensaje parecía ser: no queremos que vayan a Brasil.

Todo esto, espero, lo vamos a olvidar tan pronto veamos los primeros partidos de futbol. He estado en varias ocasiones en Brasil y es una nación extraordinaria. Nunca me he ido de ahí desilusionado. Pero ésta es la prueba de fuego.

¿Cómo medirán los brasileños el éxito de su Mundial? Estoy casi seguro que no será en reales sino en goles. Si la Selección del juego bonito gana el campeonato mundial por cuarta ocasión, todo habrá valido la pena para ellos.

Hasta los manifestantes, estoy seguro, dejarían sus protestas el día de la final.

No, Brasil no está listo para el Mundial pero, la verdad, no importa. Se nos olvida que lo único verdaderamente importante en un Mundial es el fútbol.

Nada más.

Por qué el fútbol no importa

Entre las cosas menos importantes de la vida, el fútbol es la más importante para millones de fanáticos en todo el mundo. Pero la verdad es que no tiene la menor importancia si un equipo gana o pierde, si un país califica para el Mundial, o si se lastima uno de sus principales jugadores. La relevancia del fútbol es mínima. Un gol no cambia el mundo. Ni dos, tres o 30.

Sin embargo, en estos días parecería que lo único importante en México y Uruguay es el fútbol. Sus equipos se enfrentan en repechaje contra Nueva Zelanda y Jordania, respectivamente, su pase al Mundial de Brasil el próximo año. Y cuando juega “la selección” el país se paraliza.

No importa que México y Uruguay tengan en estos momentos equipos tan malos que no merecen calificar al Mundial. Digamos la verdad: las eliminatorias mundialistas están hechas para favorecer la clasificación de ciertos equipos, incluyendo al de México. ¿Cómo puede calificar al Mundial un equipo como México que ha perdido la mayoría de sus juegos? Con ayuda de la FIFA, por supuesto.

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“Méxodo”: no es sólo por los empleos

El estadio de Columbus, Ohio, estaba vestido de rojo y blanco, los mismos colores de las siete barras rojas y seis blancas de la bandera de Estados Unidos. Busqué en el monitor de la televisión algunas camisetas verdes que indicaran la presencia de algunos fanáticos del equipo mexicano, pero no la encontré. Estaban ahí, pero no se veían.

Por eso escogieron ese estadio -no es un secreto que cada vez que Estados Unidos y México juegan un partido de fútbol en territorio norteamericano buscan un estadio donde haya más seguidores del equipo de las barras y las estrellas. Pero no es cosa fácil. El fútbol (“soccer”, como le dicen aquí) no es tan popular como el fútbol americano, el básquetbol o el béisbol. Y cuando se trata de un partido para clasificar al Mundial de Brasil 2014, los mexicanos siguen a su selección a donde sea. Incluso a Ohio. No importa cuántos años estén en Estados Unidos, siguen apoyando al equipo mexicano.

Lástima que están siguiendo a una selección perdedora. México perdió ese partido 2 a 0 frente a Estados Unidos y está a punto de ser eliminado del campeonato mundial. Esto me recuerda la época en que algunos en la prensa escrita llamaban “ratoncitos verdes” a los jugadores de equipo mexicano; por malos, por su actitud derrotista y, sobre todo, por no echarle ganas. Y desde luego, el equipo mexicano no sintió el amor de las tribunas en Ohio.

La población hispana de Columbus no llega ni al 6%, según datos del ultimo censo, a pesar de que el nombre de la ciudad lleva el apellido del descubridor de América. En comparación, los latinos somos el 17% de la población de Estados Unidos. Si el partido de fútbol hubiera sido en Los Ángeles, Chicago, San Antonio, Miami o Nueva York, el estadio habría estado pintado de verde, no de rojo y blanco. En Columbus, simplemente, no hay tantos mexicanos.

Lo ocurrido en ese estadio es la excepción. Los mexicanos nacidos en México han pasado de menos de un millón en 1970 a 11,4 millones el año pasado, según datos del Pew Hispanic Center. Es decir, estamos por todos lados.

Este “Méxodo” surgió, como todo fenómeno migratorio, por algo que los expulsaba de México y algo que los atraía de Estados Unidos. El primer impulso del Méxodo fue por la búsqueda de trabajos. Uno de cada 10 mexicanos se ha ido.

Los priístas nunca crearon suficientes empleos para evitar esta migración. La llegada de la democracia a México en el 2000 no fue una varita mágica. Sacó a la dictadura del PRI después de 71 años, pero no creo los empleos que México necesitaba. Los panistas tampoco.

Tanto el presidente Vicente Fox, del PRI, como Felipe Calderón, del PAN, me dijeron en entrevistas que podrían crear más de un millón de empleos al año. Pues habrá sido en sus sueños porque ninguno de los dos siquiera se acercó a esa cifra. Ahora, el reto para Enrique Peña Nieto es el mismo: crear las condiciones para que más mexicanos decidan quedarse en México.

Esos jóvenes mexicanos que no encontraron empleo en México los hallaron en Estados Unidos y con salarios mucho mayores. Es muy tentador para un mexicano, que gana 5 dólares al día en México, venir a Estados Unidos donde puede ganar lo mismo en media hora. Más de la mitad de todos esos mexicanos están trabajando ilegalmente en Estados Unidos. Ese es el primer Méxodo.

El segundo Méxodo es mucho más reciente. Debido a la narcoviolencia que cobró al menos 60 mil muertos en el sexenio de Calderón (2006-2012) – y que el gobierno de Peña Nieto tampoco ha podido detener -vemos algunos cambios en el tipo de mexicano que viene. La crisis económica que entró en el 2008 se ha hecho sentir y, por lo tanto, los mexicanos ya no vienen a Estados Unidos sólo a buscar trabajo.

Datos demográficos de Pew apoyan esta afirmación: en 2011, más mujeres emigraron de México a Estados Unidos que antes (47% contra 25% en 1990); la edad promedio de los inmigrantes mexicanos fue de 38 años, contra 29 años en 1990; más inmigrantes con diplomas de preparatoria llegaron a Estados Unidos (24% contra 12% en 1990), y otro tanto ocurrió con quienes tenían educación universitaria (17% contra 13%). De hecho, en el pasado los inmigrantes mexicanos quizá provinieran de áreas rurales, pero muchos de los nuevos inmigrantes son familias urbanas de clase media.

El Méxodo es un fenómeno vivo y, por ahora, no se va a detener. Setecientas millas de muro y 40 mil agentes en la frontera no podrán detener a miles de mexicanos que tiene hambre, miedo a los narcos y la esperanza de una vida mejor en el norte. Y tarde o temprano, pintarán de verde una parte del estadio de Columbus, Ohio. O en Dakota del Norte. O en Alaska. O a dondequiera que lleven al equipo mexicano de fútbol para que no se sienta solito y vuelva a perder.

 

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