Por: Jorge Ramos
Entre las cosas menos importantes de la vida, el fútbol es la más importante para millones de fanáticos en todo el mundo. Pero la verdad es que no tiene la menor importancia si un equipo gana o pierde, si un país califica para el Mundial, o si se lastima uno de sus principales jugadores. La relevancia del fútbol es mínima. Un gol no cambia el mundo. Ni dos, tres o 30.
Sin embargo, en estos días parecería que lo único importante en México y Uruguay es el fútbol. Sus equipos se enfrentan en repechaje contra Nueva Zelanda y Jordania, respectivamente, su pase al Mundial de Brasil el próximo año. Y cuando juega “la selección” el país se paraliza.
No importa que México y Uruguay tengan en estos momentos equipos tan malos que no merecen calificar al Mundial. Digamos la verdad: las eliminatorias mundialistas están hechas para favorecer la clasificación de ciertos equipos, incluyendo al de México. ¿Cómo puede calificar al Mundial un equipo como México que ha perdido la mayoría de sus juegos? Con ayuda de la FIFA, por supuesto.
No importa que la selección mexicana haya cambiado de entrenadores como de camisetas sudadas. Está claro que hay un problema de fondo. Hay veces que los equipos de fútbol reflejan la desesperanza de su país y, en el caso de México, su selección es su espejo: carente de liderazgo, sin estilo ni dirección, improvisada, llena de excusas y buscando milagritos en plegarias y en el extranjero.
Algo esta podrido en el fútbol mexicano. México ganó las Olimpíadas en el 2012 y su equipo de menores de 17 años pasó a la final en el Mundial juvenil. Pero es imposible no ver a la selección nacional como un gran fracaso. Esa impotencia en la cancha se transmite hasta las gradas.
Es vergonzoso, machista y estúpido escuchar en el Estadio Azteca de la ciudad de México el grito de “puuuto” de los pulmones de los seguidores de la selección mexicana cada vez que despega el balón del área chica un equipo rival. Es un grito cargado de frustración y de los prejuicios más dolorosos del México intolerante. Sorprende escucharlo en una de las ciudades más liberales del planeta. Es un grito que, supuestamente, debería ayudar en el ánimo de la selección mexicana pero que, por el contrario, la entierra más y la hace cómplice de lo peor de México. Si no puedes ganar, entonces insulta y descalifica.
Ese odio futbolero, desde luego, no es exclusivo de México. Hace unos meses fui a ver un juego al estadio de Roma donde el equipo local se enfrentaba al Génova, Italia. Los pocos fanáticos del Génova tuvieron que ser protegidos por decenas de policías y no llevaban la camiseta de su equipo para que, a la salida, no fueran atacados por las turbas del Roma.
Esa violencia en el fútbol italiano (y en el británico, entre muchos otros) refleja serias divisiones económicas y problemas sociales en una Europa que no acaba de integrarse, aunque la propaganda de los diplomáticos de la Unión Europea diga otra cosa. El fútbol no se da en un vacío. A veces destaca lo mejor de una cultura, como los triunfos de España en la última Copa del Mundo en 2010; otras, es un triste ejemplo de todo lo que no funciona en un país, como en México e Italia.
El fútbol, durante más de cinco décadas, me ha hecho muy feliz. De niño quería meter goles como Enrique Borja, seguía a los Pumas con el alma (y todavía lo hago), juego (vendado y oliendo a Bengay) los sábados por la mañana, he ido a cuatro mundiales y me preparo para ir al de Brasil. Le he transmitido esta fiebre futbolera a mi hijo Nicolás, quien es mucho mejor de lo que soy yo. Pero eso es todo.
El fútbol es fútbol. Y ya. Deporte, afición, negocio, entretenimiento, fanatismo, nacionalismo idiota (todo nacionalismo es idiota ¿no?) pero al final de cuentas se trata sólo de 22 jugadores tratando de meter una pelota en una portería. Nada más.
El fútbol es más circo que el circo y, muchas veces, es rico perderse en esa tonta ilusión de que es el mismísimo centro del mundo. Pero 90 minutos después se desinfla la pretensión de relevancia, todo cae por su peso en su lugar y el fútbol vuelve a ocupar su sitio entre las cosas menos importantes de la vida.