Venecia y Las Vegas son dos ciudades imposibles. No deberían existir y, sin embargo, ahí están. Una de ellas amenaza con hundirse y no se hunde, y la otra sobrevive inmune al viento, la arena y el calor en la mitad del desierto.
Por uno de esos extraños itinerarios que solo aterrizan en las agendas de periodistas desorganizados, hace unos días yo estaba en Venecia y hoy amanecí en la ciudad donde un gran hotel inventó en el lobby una grotesca réplica de Venecia, con góndolas y gelato . Imposible compararlas.
Pero si algo tienen en común Venecia y Las Vegas es que ambas desafían la imaginación y la arquitectura. Sus edificios se alzan como un reto al mar y al desierto, como niños berrinchudos que se resistieran a aceptar los obstáculos de la naturaleza y jugando construyeron sus castillos de arena.
Venecia es hermosa y sublime -aunque sus aguas se mezclen con excremento y apesten en el verano. En uno de sus laberínticos canales perdí mi celular, durante una visita previa, y es lo mejor que me pudo haber pasado; dejé de tomar fotos y el mundo exterior desapareció.
En este último viaje me adentré a las zonas donde viven los venecianos, donde el turista se siente perdido y la ropa sucia cuelga entre canales. Los jóvenes venecianos tienden a irse por falta de trabajo y porque están hartos de nosotros, los viajeros. Pero hay tantos momentos en Venecia en los que uno piensa ¿cómo alguien se va a querer ir de aquí?
La magia en Venecia ocurre cuando, de pronto, estás solo y apenas oyes el agua rebotar suavemente contra las paredes de ladrillo que hace siglos perdieron el rojo. En cada viaje busco esa magia, y siempre me he despedido con ese silencio tan veneciano incrustado entre mis orejas.
Venecia, en sus días de gloria como Ciudad-Estado en el siglo XV, incluso se daba el lujo de ser vulgar, con más prostitutas por habitante que muchos imperios y particularmente en carnaval. Pero nada como Las Vegas.
Vegas (el “Las” ya se perdió) es artificial y parece siempre recién hecha. En las mañanas se le ven todas las costuras. Pero en la noche -!ay, la noche!- sus clubes, casinos, suites, tiendas, restaurantes y bares llevan la vida al límite, exprimiéndola, el exceso es la norma, como si fue ramos empujados por un Dios rebelde que nos acaba de confesar que esto se acabó y el sol no saldrá más.
Pero la magia de Las Vegas está en haberse inventado un lugar en la mitad de la nada, donde todo se vale. Y eso requirió -requiere- un ejército de ingenieros, vestuaristas, trabajadores, croupiers y magos que mantienen vivo el sueño de la inmortalidad y la riqueza.
A veces uno se queda con la impresión de que Las Vegas está hecha de cartón, que es un escenario removible y pintado con el color de moda. Sin embargo, lo realmente sorprendente es lo que ocurre detrás de esa máscara de fiesta. La ciudad está llena de trabajadores-magos que tienen por objetivo hacerle creer a sus visitantes que lo mejor aún está por venir.
Mis despedidas de Venecia y Las Vegas fueron totalmente distintas. En Venecia fue una promesa de que, pase lo que pase, regresaré pronto. De Las Vegas me fui pensando que, ojalá, pasara mucho tiempo antes de regresar. En Venecia me faltó tiempo mientras que las horas que pasé en Las Vegas se sintieron como sobredosis.
Las Vegas y Venecia son productos de la imaginación, de esa maravillosa resistencia a aceptar lo que tenemos. Venecia y Las Vegas no deberían existir, son ciudades imposibles, y por eso no las podemos sacar de nuestra cabeza.