Por: Jorge Ramos
Iba caminando por uno de los más de 400 puentes de esta maravillosa ciudad cuando me entró una llamada en mi celular. No debí contestar. Estaba de vacaciones. Quien fuera que estuviera tratando de localizarme bien podría dejarme un mensaje.
Pero siempre tenemos esa absurda idea de que la llamada puede ser importante. Saqué el teléfono del bolsillo de mi pantalón, deslicé mi dedo sobre la pantalla del iPhone para contestar y ahí, como si tuviera vida propia, se me zafó de la mano, rebotó en mi rodilla y fue a parar al fondo de un canal veneciano.
Mi primer impulso fue tirarme al oscuro canal para rescatarlo. De verdad, lo pensé unos segundos. Y al darme cuenta de que sería una tontería, de pronto, sentí como si algo en mí hubiera muerto. Ese celular tenía mi vida: mis contactos, mis fotos, mis contraseñas. Pero, sobre todo, era parte de mi biología. Lo tuve pegado a mí más que cualquier ser humano. Mi extendida familia y mi profesión me obligaban a, literalmente, dormir con él (en vibración, claro). Mi celular murió ahogado.
Me sentía muy inquieto por estar desconectado de internet y del servicio telefónico, pero decidí que no lo reemplazaría durante toda la semana que estuviera en Italia. Mejor me concentré en el viaje, en mí mismo y en la gente que me rodeaba. En pocos días me olvidé del dispositivo (aunque en el fondo de mi mente, yo sabía que con el tiempo me compraría otro).
La vulnerabilidad que sentí subraya el hecho de que estos dispositivos no son simples herramientas para guardar datos y trasmitir información. Dependemos de ellos y nuestra vida está íntimamente conectada con su uso. Contienen tanta información sobre nosotros que, conforme los usamos, vamos dejando huellas cibernéticas doquiera que vayamos. Por eso no es sorprendente que los programas modernos de espionaje se concentren en los teléfonos celulares.
El espionaje al que me refiero, claro, es el realizado por la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) que, de acuerdo con un reporte que publicó el periódico británico The Guardian este mes, está recabando una cantidad enorme de datos sobre el uso de teléfonos celulares entre los estadounidenses, sean o no sospechosos de hacer algo ilegal. Y según otro artículo de The Guardian, la NSA también recaba datos sobre el uso de internet en todo el mundo. Tan sólo en marzo, la agencia recabó 97.000 millones de datos de las redes globales de internet.
El hecho de que este espionaje sea “legal”, es decir, autorizado secretamente por el congreso norteamericano, no significa que sea un comportamiento moral y ejemplar de la democracia líder en el mundo. Uno espera este tipo de comportamiento de Cuba o China, pero no de Estados Unidos. Sin embargo, el espionaje refleja el temor de los norteamericanos de ser atacados otra vez como el 11 de septiembre del 2001, cuando murieron casi 3.000 personas.
“¿Cómo se supone que los protejamos?” preguntó el director de la NSA en una audiencia del congreso. Su argumento es sencillo: sólo espiando en celulares y computadoras podemos evitar otro acto terrorista. El propio presidente Barack Obama lo había dicho antes: “Es importante entender que no puedes tener 100 % seguridad y también el 100% de privacidad sin ningún inconveniente.” Traducción: Vamos a seguir espiando en sus celulares y en sus cuentas de internet porque es la única manera de protegernos de atentados terroristas. Esto es el fin de los secretos.
Repito mi nueva regla cibernética: Si no quiero que se sepa, no lo digo por celular, ni lo texteo, ni lo escribo en computadora. Creo, firmemente, que ningún gobierno tiene por qué meterse con mis cosas personales ni me parece correcto que un funcionario se ponga a surfear en mi computadora. Pero nuestro error fue pensar que la internet y el sistema telefónico permitía absoluta privacidad. La sensación de intimidad que da el celular y el escribir un e-mail es totalmente falsa.
Hoy sabemos —gracias a Edward Snowden, el analista de información clasificada que fue la fuente del diario The Guardian— que nada es secreto. Si el gobierno de Estados Unidos espía celulares y computadoras, regularmente y de forma legal, entonces debemos suponer que la mayoría de los gobiernos del mundo están haciendo lo mismo.
Claro, no quiero otro acto terrorista como el del 9/11 o del maratón de Boston. Y parece ser que la única manera de evitarlo, según escucho tristemente a funcionarios del gobierno de Obama, es a través del espionaje cibernético. Un 55 % de los norteamericanos están de acuerdo, según una encuesta de Gallup. Nuevo mundo, nuevas reglas.
Perder el celular en Venecia, después de todo, no fue tan malo. No creo que a ninguna agencia de inteligencia del mundo le hubieran interesado mis fotos, movidas, de los interminables canales venecianos y de mi gata con una sola oreja. Pero fue rico sentirse fuera del alcance de todos por una semana completa.
El verdadero lujo del siglo XXI es ser anónimo, ilocalizable y que nadie te pueda espiar. Pocos pueden vivir así. Y lo primero que hay que hacer es perder el celular.