“No hagas cosas estúpidas”

La guerra, muchas veces, es una estupidez. Particularmente cuando ninguno de los dos lados puede ganar militarmente. Este es el caso de Colombia.

Ni el ejército ni las guerrillas terroristas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) pueden derrotar al enemigo a balazos. Así ha sido durante medio siglo. Pero siguen peleando.

Es falso e ilusorio decir que la guerra se puede ganar en Colombia. La única manera de conseguir la paz es hablando. No hay más. Aunque duela, aunque haya que negociar con quien mató a tu hermano. El fin de la guerra siempre hay que negociarlo con el enemigo.

Las elecciones de este domingo 15 de junio son, en gran medida, un plebiscito sobre la guerra. Más de 220 mil colombianos han muerto en este conflicto bélico, en su mayoría civiles, según el Centro Nacional de Memoria Histórica. El Presidente, Juan Manuel Santos, busca la reelección apostando a que las pláticas de paz con los líderes de las FARC en Cuba pueden culminar exitosamente.

Oscar Ivan Zuluaga, el candidato uribista, dijo que ordenaría una “suspensión provisional de los diálogos de la Habana” y solo los reanudaría bajo estrictas condiciones.

Son, sin duda, dos visiones muy distintas de cómo enfrentar este conflicto. Solo les corresponde a los colombianos escoger su futuro pero, gane quien gane, ojalá escuche el reciente consejo del presidente estadounidense, Barack Obama, respecto a la guerra: “No hagas cosas estúpidas.”

Obama ha estado bajo enorme presión para enviar soldados norteamericanos al conflicto en Siria e, incluso, a Ucrania (tras la anexión rusa de Crimea). Pero se ha resistido. De acuerdo con el diario The New York Times, el presidente ha usado esta frase “no hagas cosas estúpidas” en sus reuniones privadas y con sus principales asesores al definir su filosofía sobre la guerra.

Obama cree – basado en su idea de diplomacia desmilitarizada – que enviar soldados de Estados Unidos no resolvería la guerra civil en Siria ni podría defender, tampoco, la soberanía de Ucrania. Está muy claro que Obama no quiere cometer los mismos errores del ex presidente George W. Bush, quien emprendió una guerra en Irak bajo la falsa impresión de que ahí había armas de destrucción masiva. Más de 188 mil civiles y combatientes han muerto en Irak, según el sitio IraqBodyCount.org. Muchas veces lo más inteligente es no hacer la guerra.

“Algunos de nuestros errores más costosos”, dijo recientemente Obama en un discurso en la escuela militar de West Point, “han ocurrido por nuestro deseo de apresurarnos en aventuras militares sin haber pensado totalmente las consecuencias.”

Esto se puede aplicar perfectamente a Colombia. La guerra es lo normal en Colombia y lo más fácil sería continuarla 10, 15, 50 años más. Todos los niños y la mayoría de los adultos colombianos no han tenido un solo día de paz desde que nacieron. Eso puede cambiar.

La paz requiere más valentía e inteligencia que la guerra. “Toda guerra termina con una negociación”, me dijo en una entrevista el corresponsal Sebastian Junger, quien se ha pasado la mitad de su vida en zonas de conflicto.

Tiene razón.

El científico Albert Einstein se preguntaba en una carta en 1932 lo siguiente: “¿Hay una manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra?” Apliquemos hoy la misma pregunta a Colombia: ¿Hay una manera de liberar a los colombianos de la fatalidad de la guerra?

La respuesta es sí. Desde luego. Pero la primera condición es “no hacer cosas estúpidas”, como sugiere Obama. Y lo estúpido sería creer que la paz se consigue con más guerra.

Cuba en cámara lenta

Aquí en Miami matan a Fidel Castro varias veces al año. Hace un par de semanas oí que se había muerto, alguien tuiteó que había soldados resguardando las calles de La Habana y, como siempre ocurre, a los pocos días Fidel reapareció (en este caso, en una fotografía con una de las hijas de Hugo Chávez). Como dice la canción, no estaba muerto, andaba de parranda. Ya perdí la cuenta de las veces que lo han declarado muerto.

No es ningún secreto que muchos medios de comunicación en Estados Unidos ya tienen listo el obituario y sus planes de cobertura cuando muera el dictador de 87 años de edad. La sospecha es que no podrá existir castrismo sin Fidel y que, tras su muerte, habrá una inevitable apertura democrática en la isla. Pero eso no es seguro. Muchos creían que no habría chavismo sin Chávez y Nicolás Maduro ha demostrado que sí es posible (aunque se lleve a Venezuela a la ruina y al despotismo).

Fidel, su hermano Raúl y su experimento mueren en cámara lenta. El capitalismo poco a poco se ha colado en la isla. Sus habitantes, por fin, pueden salir si consiguen una visa. Y por más que la dictadura intente bloquear la internet, las redes sociales y las señales de televisión, el ingenio de los cubanos se impone sobre las absurdas prohibiciones.

La verdad es que desde hace 20 años el régimen cubano ha estado buscando la manera de que el mundo los reconozca como legítimos. Pero no es fácil. Una dictadura es una dictadura es una dictadura.

Tras la desintegración de la Unión Soviética en 1991 a los hermanitos Castro se les movió el piso. Y hay pruebas de que ya en 1994 buscaron acercarse a Estados Unidos para normalizar relaciones. Checoslovaquia, Polonia y varios países de la órbita soviética habían dejado atrás su totalitarismo comunista. Y el siguiente en caer, se suponía, era Cuba.

En una comida en la casa del escritor William Styron en Martha’s Vineyard, Massachussetts, en septiembre de 1994, el presidente Bill Clinton resistió la presión del propio Styron, del escritor mexicano Carlos Fuentes y del Nobel colombiano Gabriel García Márquez para restablecer relaciones con Cuba, según recordó en un artículo para The New York Times el productor de cine Harvey Weinstein, quien también estuvo en el almuerzo. Clinton no cedió.

Lejos de eso, el propio Clinton me dijo el año pasado que no eran ciertos los rumores de que él le había pedido a García Márquez en esa comida que hablara con Fidel para facilitar un encuentro. El caso es que García Márquez se convirtió en un canal informal de comunicación entre Cuba y Estados Unidos.

En mayo de 1998 García Márquez fue a la Casa Blanca a ver al jefe de gabinete de Clinton, Mack McLarty, con un mensaje confidencial de Fidel. El dictador cubano estaba dispuesto a cooperar con Estados Unidos en una investigación de terrorismo, según recordó hace poco en un artículo el propio McLarty.

De esos acercamientos no surgió nada. La comunidad cubanoamericana del sur de la Florida es muy fuerte políticamente y sigue siendo impensable que el Congreso en Washington levante el embargo estadounidense. Además, el derribo de dos avionetas de la organización Hermanos al Rescate en 1996 aisló aún más a Cuba, no solo de Estados Unidos sino también de la Unión Europea. El mensaje fue claro: nada con Cuba hasta que mejore su criminal récord de derechos humanos, democratice su sistema político y abra espacios a la prensa y a la disidencia interna.

Desde luego, eso no ocurrió. Y así llegamos a este 2014. Cuba es una de las naciones más cerradas del planeta. Sus dos dictadores aún mantienen el control a base de miedo y de un aceitado sistema represivo. Pero el régimen ya no da más.

No me atrevo a pronosticar el pronto fin del castrismo porque los Castro han enterrado cualquier señal de optimismo. Todos los que han dicho “nos vemos el año nuevo en La Habana’’ se equivocaron o están muertos.
Mientras, sigo oyendo -y desechando- rumores sobre la inminente muerte de Fidel. Pero soy de los que creen que Fidel no tiene que morirse para que Cuba cambie. No, los dictadores no deben morir en el poder. Deben morir en la cárcel.

Mi desayuno con Gabo

La verdad, nunca le llamé Gabo, o Gabito. Hubiera querido, pero nunca fui parte de ese privilegiado círculo de amigos y escritores que se reunían frecuentemente con Gabriel García Márquez, el novelista más importante de nuestro tiempo. Es más, ni siquiera lo conocía en persona.

Como millones de lectores, crecí con él, leyéndolo, analizándolo, tratando de llegar hasta el hueso de cada una de sus frases perfectas. Su carpintería era única; siempre parecía encontrar la palabra exacta para decir lo que quería. Y eso requería mucho trabajo, mucho talento y muchas páginas en la basura. (Se nos olvida ya que la computadora es post-Aureliano Buendía y su descubrimiento del hielo.)

En mi época universitaria, García Márquez ya era García Márquez, el genio de Cien años de soledad y el mejor exponente del realismo mágico – esa manera tan nuestra del ver el mundo. Macondo es América Latina. Y en este rincón del planeta donde todo es posible – dictadores que no mueren, niños con colas, mujeres que flotan, amores eternos y fantasmas más vivos que los vivos – García Márquez fue el primero en darle voz y legitimidad.

En 2004, cuando un colega periodista me invitó a un evento en Los Cabos, México, donde iban a homenajear a García Márquez, acepté con una condición: preséntamelo.

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La salida en Venezuela

¿Quién puede apoyar a un régimen que mata estudiantes, encarcela opositores, arma a grupos paramilitares y luego, para esconder la pedrada, censura la televisión y los medios de comunicación? Ésta es la pregunta en Venezuela.

Cuando los venezolanos hablan de “una salida” se refieren, fundamentalmente, a dos cosas. Una, cómo salir de la peor inflación del continente (más del 60 %), de la constante devaluación de su moneda, de una escasez generada por una burocracia inútil y de una de las más altas cifras de criminalidad en el mundo (más de 24 mil asesinatos en el 2013). Y dos, cómo deshacerse del gobierno autoritario y represivo de Nicolás Maduro. Esto último es lo más difícil.

Ningún demócrata puede apoyar un golpe de estado ni la violencia. En casi todo el mundo lo condenarían. Y el mandato de Maduro es hasta el 2019, aunque haya ganado con trampa las elecciones. La oposición venezolana lo sabe y no quiere cometer el mismo error del golpe militar del 2002 contra Hugo Chávez. Un golpe es un golpe. Maduro – que no es Chávez, aunque copie su forma de hablar, sus gritos, sus insultos y hasta lo ve en forma de “pajarito” – planteó el dilema legal de la siguiente manera: “si la oposición quiere salir de mí, que junten las firmas para el plebiscito revocatorio del 2016.”

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El senador que no quería callar

El senador Ted Cruz estaba muy tranquilo, sentado en un sofá de su oficina, con la pierna cruzada, mostrando una de sus muy tejanas botas negras. Parecía que nada le preocupaba. Sin embargo, fuera de ahí, las palabras y las acciones del senador de Texas estaban causando una tormenta política.

A pesar de que el reciente cierre del gobierno causó un severo daño a la imagen del Partido Republicano -las encuestas lo culpan principalmente por los 16 días de crisis financiera- el senador Cruz sigue actuando como si hubiera ganado. Y puede ser que así sea.

Todos en Estados Unidos ya saben quién es, ha recaudado miles de dólares de votantes muy conservadores y no es ningún secreto que está preparando una posible campaña por la presidencia para el 2016. Todo basado en su ataque a la ley de salud pública conocido como “Obamacare” y a su negativa de apoyar una ruta a la ciudadanía para los inmigrantes indocumentados.

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Capriles: “Nosotros ganamos”

Lo primero que noté de Henrique Capriles, el principal líder de la oposición en Venezuela, es que era tan flaco como yo y que le quedaba un poco grande la chaqueta que llevaba con los colores de la bandera. Pero me pareció un gesto atrevido. El ex presidente Hugo Chávez se vestía igual, con los colores nacionales, y Capriles no estaba dispuesto a cederle al fallecido caudillo ni la bandera ni la herencia del libertador Simón Bolívar.

Esto, sin embargo, no tiene nada que ver con la moda. La pregunta de muchos venezolanos es si Capriles, realmente, tiene lo que se necesita para llenar el puesto que tuvo Chávez por 13 años y para arrebatarle al actual presidente, Nicolás Maduro, el poder que se robó en las pasadas elecciones.

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