Por: Jorge Ramos
La verdad, nunca le llamé Gabo, o Gabito. Hubiera querido, pero nunca fui parte de ese privilegiado círculo de amigos y escritores que se reunían frecuentemente con Gabriel García Márquez, el novelista más importante de nuestro tiempo. Es más, ni siquiera lo conocía en persona.
Como millones de lectores, crecí con él, leyéndolo, analizándolo, tratando de llegar hasta el hueso de cada una de sus frases perfectas. Su carpintería era única; siempre parecía encontrar la palabra exacta para decir lo que quería. Y eso requería mucho trabajo, mucho talento y muchas páginas en la basura. (Se nos olvida ya que la computadora es post-Aureliano Buendía y su descubrimiento del hielo.)
En mi época universitaria, García Márquez ya era García Márquez, el genio de Cien años de soledad y el mejor exponente del realismo mágico – esa manera tan nuestra del ver el mundo. Macondo es América Latina. Y en este rincón del planeta donde todo es posible – dictadores que no mueren, niños con colas, mujeres que flotan, amores eternos y fantasmas más vivos que los vivos – García Márquez fue el primero en darle voz y legitimidad.
En 2004, cuando un colega periodista me invitó a un evento en Los Cabos, México, donde iban a homenajear a García Márquez, acepté con una condición: preséntamelo.
Ese día me levanté emocionado, me encontré con el organizador dispuesto a cumplir su promesa y, de pronto, ahí estaba el escritor; desayunando con su esposa, Mercedes, en la esquina del restaurante de un enorme hotel y saludando a tanta gente con la mano que parecía que espantaba moscas.
Me tragué la vergüenza de molestarlo y me acerqué mientras él le metía el tenedor, creo, a unos huevos estrellados. Me presenté y, para mi sorpresa, me dijo: “Ven, siéntate aquí, a ver si así dejan de molestar”. Y me apartó una silla junto a él.
Lo que unos días antes hubiera sido absoluta ficción, estaba ocurriendo; desayunaba con García Márquez. Para Mercedes, sospecho, yo era una peste más y me lo hizo saber con su mirada de aguijón. Pero aguanté los picotazos y me quedé a conversar. Había que matar dos horas y tenía a García Márquez a mi lado. No lo iba a desaprovechar.
Pero el primero en preguntar fue él. Quería saberlo todo sobre Univision, la cadena de televisión donde trabajo, y sobre los cubanos en Miami. Le conté, pero yo lo que quería era oírlo a él. Busqué la pausa y le dije: No entiendo su amistad y apoyo a Fidel Castro. Y ahí brincó Mercedes, como hablando por los dos. “Lo conocemos desde hace mucho tiempo, es nuestro amigo y ya es muy tarde para cambiar,” me dijo ella.
El asintió. Para él la amistad y la lealtad iban antes que la política. “Los que hablan de política son Mercedes y Fidel”, apuntó él. Pero no es ningún secreto que García Márquez intercedió con Castro para liberar a algunos presos políticos cubanos y, quizás, algo más.
El escritor mexicano Carlos Fuentes me contó sobre una cena en septiembre de 1994 con García Márquez y el presidente Bill Clinton en Martha’s Vineyard. ¿Le pidió Clinton a García Márquez que hablara con Castro para buscar un acercamiento entre los dos líderes?
El propio Clinton, el año pasado, me dijo que nunca le pidió en esa cena a García Márquez que actuara como mediador con Castro. Pero cualquier posibilidad posterior de un acercamiento entre Estados Unidos y Cuba a través del escritor colombiano quedó destruida tras el derribo por parte de la fuerza aérea cubana de dos avionetas del grupo Hermanos Al Rescate en 1996.
En México, nuestro desayuno, sin embargo, trató más de literatura y periodismo que de política. García Márquez, en ese momento, estaba concentrado en la creación de una nueva generación de reporteros a través de la Fundación Nuevo Periodismo. Pero, reconozco, había momentos en que García Márquez perdía el interés y se iba de la conversación, quien sabe a dónde.
Le pude decir, casi como confesión, que para mí su mejor novela era El Otoño del Patriarca y, como respuesta, su bigote espumoso subió como ola. Y no, él nunca había dicho que Cien años de soledad no podría haberse escrito en ese momento en que los lectores buscaban novelas más cortas.
El desayuno concluyó cuando nos llamaron al evento. Me tomó del brazo, caminamos juntos y luego lo perdí en un mar de alabanzas y seguidores. Nunca nos dijimos adiós. Así fue mejor.
Para mí, por mucho tiempo, ese fue el realismo mágico: sentarme a desayunar con Gabriel García Márquez. Imposible. Impensable.
Y, sin embargo, ahí estuvimos.
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