Aquí en Miami matan a Fidel Castro varias veces al año. Hace un par de semanas oí que se había muerto, alguien tuiteó que había soldados resguardando las calles de La Habana y, como siempre ocurre, a los pocos días Fidel reapareció (en este caso, en una fotografía con una de las hijas de Hugo Chávez). Como dice la canción, no estaba muerto, andaba de parranda. Ya perdí la cuenta de las veces que lo han declarado muerto.
No es ningún secreto que muchos medios de comunicación en Estados Unidos ya tienen listo el obituario y sus planes de cobertura cuando muera el dictador de 87 años de edad. La sospecha es que no podrá existir castrismo sin Fidel y que, tras su muerte, habrá una inevitable apertura democrática en la isla. Pero eso no es seguro. Muchos creían que no habría chavismo sin Chávez y Nicolás Maduro ha demostrado que sí es posible (aunque se lleve a Venezuela a la ruina y al despotismo).
Fidel, su hermano Raúl y su experimento mueren en cámara lenta. El capitalismo poco a poco se ha colado en la isla. Sus habitantes, por fin, pueden salir si consiguen una visa. Y por más que la dictadura intente bloquear la internet, las redes sociales y las señales de televisión, el ingenio de los cubanos se impone sobre las absurdas prohibiciones.
La verdad es que desde hace 20 años el régimen cubano ha estado buscando la manera de que el mundo los reconozca como legítimos. Pero no es fácil. Una dictadura es una dictadura es una dictadura.
Tras la desintegración de la Unión Soviética en 1991 a los hermanitos Castro se les movió el piso. Y hay pruebas de que ya en 1994 buscaron acercarse a Estados Unidos para normalizar relaciones. Checoslovaquia, Polonia y varios países de la órbita soviética habían dejado atrás su totalitarismo comunista. Y el siguiente en caer, se suponía, era Cuba.
En una comida en la casa del escritor William Styron en Martha’s Vineyard, Massachussetts, en septiembre de 1994, el presidente Bill Clinton resistió la presión del propio Styron, del escritor mexicano Carlos Fuentes y del Nobel colombiano Gabriel García Márquez para restablecer relaciones con Cuba, según recordó en un artículo para The New York Times el productor de cine Harvey Weinstein, quien también estuvo en el almuerzo. Clinton no cedió.
Lejos de eso, el propio Clinton me dijo el año pasado que no eran ciertos los rumores de que él le había pedido a García Márquez en esa comida que hablara con Fidel para facilitar un encuentro. El caso es que García Márquez se convirtió en un canal informal de comunicación entre Cuba y Estados Unidos.
En mayo de 1998 García Márquez fue a la Casa Blanca a ver al jefe de gabinete de Clinton, Mack McLarty, con un mensaje confidencial de Fidel. El dictador cubano estaba dispuesto a cooperar con Estados Unidos en una investigación de terrorismo, según recordó hace poco en un artículo el propio McLarty.
De esos acercamientos no surgió nada. La comunidad cubanoamericana del sur de la Florida es muy fuerte políticamente y sigue siendo impensable que el Congreso en Washington levante el embargo estadounidense. Además, el derribo de dos avionetas de la organización Hermanos al Rescate en 1996 aisló aún más a Cuba, no solo de Estados Unidos sino también de la Unión Europea. El mensaje fue claro: nada con Cuba hasta que mejore su criminal récord de derechos humanos, democratice su sistema político y abra espacios a la prensa y a la disidencia interna.
Desde luego, eso no ocurrió. Y así llegamos a este 2014. Cuba es una de las naciones más cerradas del planeta. Sus dos dictadores aún mantienen el control a base de miedo y de un aceitado sistema represivo. Pero el régimen ya no da más.
No me atrevo a pronosticar el pronto fin del castrismo porque los Castro han enterrado cualquier señal de optimismo. Todos los que han dicho “nos vemos el año nuevo en La Habana’’ se equivocaron o están muertos.
Mientras, sigo oyendo -y desechando- rumores sobre la inminente muerte de Fidel. Pero soy de los que creen que Fidel no tiene que morirse para que Cuba cambie. No, los dictadores no deben morir en el poder. Deben morir en la cárcel.